Hoy me he levantado con ganas de escribir. Llevaba dándole vueltas en la cabeza durante la noche, puede que incluso desde antes. Hace un rato lucía el sol, pero se ha vuelto a cubrir, así que supongo que, como los dos últimos días, hoy también lloverá. Antesdeayer (empleo esta palabra pese a lo que diga la Academia) cayó la primera lluvia; más que armarme de valor, me desarmé de pereza, cogí la bici (¡hola, Ale, gran poeta argentino!) y me lancé a recorrer un Pingtung distinto (según la televisión: temperatura de entre 18 y 24 C, y 60 % de humedad): además de las habituales familias de 3, 4 ó incluso 5 miembros encaramados todos ellos a lomos de una moto de ciudad, el invierno taiwanés permite ver a otros motoristas que circulan con el paraguas abierto... Y qué grata sensación la de cobijarse bajo los viejos techos de madera del pequeño templo de la familia Hsiao ("mi templo"), con la pintura descascarillada por la intemperie, mientras la lluvia ligera moja mansamente el patio interior, entre los altares dedicados a los ancestros y la entrada principal.
Ayer por la tarde Atia, el hermano menor de Chen con el que compartimos casa, apareció por aquí por la tarde con dos raciones de sopa de tallarines finos con ostras, empanadillas de carne a la plancha y otras cosas para picar. Nada que objetar si no fuera porque habíamos quedado para cenar más tarde con otros amigos suyos y con Chen, cuando ella volviera del trabajo. Ah, entre Atia y la tía de Chen que tiene la desayunería, me van a matar cebándome... Fuimos más tarde al puesto de comida que lleva un amigo suyo y allí, en la trastienda, a la vista de los viandantes compradores y consumidores de sus viandas, sentados a una mesa baja sobre sillas de plástico para niños, entre niños y otros adultos relacionados de algún modo con el negocio; allí, digo, nos pusimos a cenar Atia, sus amigos Apiong y el del puesto, y yo, picoteando todo tipo de alimentos cocidos en salsa de soja y mojados en diversas salsas, con una botella de güisqui escocés que fue cayendo entre los cuatro a lo largo de la noche; Chen llegó más tarde, le dio un sorbo a mi vaso creyendo que era cerveza (aquí se le pone hielo a las dos bebidas), e inmediatamente se fue al puesto de al lado a por un zumo multifrutas.
La que no vino fue Hsiaoma (literalmente, "Caballito"), la novia de Atia; hace más o menos una semana que falleció su madre y, aunque no va vestida de luto, no puede "salir" con amigos hasta finales de enero. Estuvo con nosotros un rato en nuestra casa, luego fuimos los tres en el coche de Atia para dejarla a ella en la suya, y entonces él y yo continuamos la ruta camino del puesto de comidas del que os hablaba en el párrafo anterior.
Hasta que llegó Chen, tuve que hablar chino todo el rato, durante casi un par de horas. Cada vez voy soltándome y entendiendo más, aunque me falta muchísimo antes de llegar al nivel de principiante; incluso en taiwanés voy pillando ya algunas palabras. De todos modos, en muchos momentos, cuando no me esfuerzo por comprender ni tan siquiera lo intento; por ejemplo si la televisión está encendida y dan un programa que no me interesa; o si hay una conversación fluida entre varias personas, como colegas de Chen acerca de otros colegas o de su trabajo; entonces, digamos que desconecto y que la escucha desatenta del chino, en lugar de frustrarme, tiene en mí casi el efecto balsámico de un mantra.
Con lo que llegamos al tema que quería tratar. Etimológicamente, "mantra" significa "instrumento para pensar"; en la práctica, se trata más bien de una palabra (por ejemplo "Om") o serie de palabras por medio de cuya repetición constante se logra no pensar. En eso consiste la meditación. En "Occidente" (entrecomillo expresiones que resultan útiles como abreviatura pero que no hay que entender al pie de la letra; en sentido estricto, Occidente "no existe") tendemos a creer que la meditación es cosa de gurúes y jarecrisnas. Ahora bien, y sin confundirla con la reflexión, casi todo el mundo realiza este tipo de meditación en la que desconectamos el pensamiento, lo que pasa es que no la reconocemos como tal y tampoco nos damos cuenta de lo que nos sucede en esas ocasiones. Cuántas veces nos ha ocurrido que alguien nos pregunta "¿En qué piensas?", y nosotros respondemos "No, en nada, tenía la mente en blanco..."; estábamos absortos más que ausentes; el cerebro, sin estar apagado o dormido, sigue funcionando pero, en lugar de pensar, simplemente respira, late, vive. Ah, envidiable estado de beatitud en el que no es preciso pensar. Yo ahora intento provocar esos momentos de vacaciones mentales. En teoría, en esos instantes, nuestro pensamiento está en todo y en nada; mi cerebro, de momento, sólo llega a la nada, a menos que yo mismo, en mi inexperiencia, no me percate de otros niveles de conocimiento.
"La funesta manía de pensar". La mente no existe; quiero decir que no podemos hablar de "la mente" como entidad, individuo, sujeto u objeto. Como dice Steven Pinker, la mente es la actividad de un órgano corporal, el cerebro. No es que tengamos, perdamos o recuperemos "la visión" como quien tiene, pierde o recupera un billete de 5 euros: vemos, dejamos de ver, volvemos a ver. La visión es el nombre que damos a la actividad del ojo; la mente, el que damos a la del cerebro. Una metáfora más. En realidad, no tenemos mente: "menteamos" o, si me permitís un neologismo más audaz, "mensamos". Y lo interesante es dejar de "mensar".
Tanto el budismo como el taoismo llevan siglos advirtiendo sobre otra peligrosa ilusión, la de la existencia del "yo" como ente estable, continuo, idéntico a sí mismo o consigo mismo a través del tiempo.
Cito ahora fragmentos de la automentalografía "Tarokoj kaj epokoj" (en esperanto: "Cartas de tarot y épocas"), de Christian Declerck, que me acabo de terminar, nada menos que 654 páginas:
"[La ilusión del yo] complica la existencia por medio del deseo constante de placer, éxito, seguridad, confort, y del miedo a la soledad, el dolor y la tristeza."
"[El mantra] Es sólo un medio, una herramienta para silenciar de una vez por todas el ruido del cerebro, para detener el pensamiento, ese flujo de pensamientos mecánico, involuntario, no dirigido e incontrolable que nos arrastra sin orden de uno a otro tema, de uno a otro asunto, sin fin. Dominar la mente, no pensar, ¡qué difícil!"
El cerebro, que en los primeros homínidos tenía como función principal la de buscar comida ("yo matar mamut") y encontrar pareja para la procreación ("..."), ha evolucionado hasta un nivel de complejidad y capacidad increíbles; ahora bien, resuelto el problema del alimento mediante las jornadas de 8 horas, a nuestro cerebro ocioso le sobran capacidad y tiempo libre; su actividad, la mente, se dispara; cuando pensamos o mensamos, aunque lo hagamos con imágenes, recurrimos a estructuras discursivas, narrativas, lingüísticas; si la personificamos por un momento como metáfora, la mente sería ese enanito parlanchín que todos llevamos dentro, que no deja de hablar en todo el día, de crear, complicar y marear problemas, y al que lo mejor que podríamos hacer es decirle de vez en cuando "cállate de una puñetera vez".
Por desgracia en "Occidente" se le ha hecho demasiado caso a Descartes y a su "cogito ergo sum" (pienso luego existo, o: pienso luego soy). Pues no, señor, ni "ergo" ni nada. Pienso luego no soy. No pienso luego soy. (Quizás en ambos casos sería mejor decir "estoy", pero eso nos daría para un par de libros.) O, en versión coloquial: pienso luego estoy jodido.
Es la trampa de la mente, de los "mensamientos", de las palabras. Todos sabemos cuánto daño pueden hacer las palabras, daño intencionado, involuntario o contrario a nuestra voluntad. Y cómo nos liamos y enredamos con nuestras ideas y constelaciones de ideas, con las expectativas, frustraciones, exigencias absolutamente innecesarias y contraproducentes.
Pues bien, la idea que me ronda últimamente (toda esta frase es otra gran metáfora) es que, para no volvernos locos, la mayoría de la gente realizamos gran número de actividades como mantra, para no pensar. Las prácticas religiosas (rituales, oraciones etc) son el mantra perfecto siempre y cuando no se crea en ellas (creer es pensar) sino que se lleven a cabo con espontaneidad y naturalidad. La cita recurrente de las fiestas de fin de año o navideñas es otro gran mantra. Como lo es el consumismo; con la salvedad de que repetir ciento cincuenta mil veces la sílaba "Om" es menos dañino para el medio ambiente que el fundido masivo de tarjetas de crédito en las cajas de tiendas y grandes almacenes. Es mantra ver la tele, e ir al cine, aunque a veces ambas cosas nos lleven a pensar. Yo reconozco que en el cine puedo desconectar la fábrica de pensamientos y tragarme casi cualquier cosa; con la lectura, en cambio, me resulta más difícil no pensar, aunque a veces me sucede que leo un artículo o una página y me doy cuenta de no haberme enterado de nada, de no haberle prestado atención: meditación pura.
Mantras hay por todas partes: el sexo, los niños, el sudoku, la obsesión por las identidades colectivas, el futbolismo, la buena mesa, el esperanto, la violencia (para algunos brutos), la música, sí, la música... En definitiva, la vida como mantra: la vida es mantra.
Espero que no se os indigeste esta gran paja mental con la que voy dando por concluido el 2005. Pasadlo bien, nos vemos el año que viene.
Ayer por la tarde Atia, el hermano menor de Chen con el que compartimos casa, apareció por aquí por la tarde con dos raciones de sopa de tallarines finos con ostras, empanadillas de carne a la plancha y otras cosas para picar. Nada que objetar si no fuera porque habíamos quedado para cenar más tarde con otros amigos suyos y con Chen, cuando ella volviera del trabajo. Ah, entre Atia y la tía de Chen que tiene la desayunería, me van a matar cebándome... Fuimos más tarde al puesto de comida que lleva un amigo suyo y allí, en la trastienda, a la vista de los viandantes compradores y consumidores de sus viandas, sentados a una mesa baja sobre sillas de plástico para niños, entre niños y otros adultos relacionados de algún modo con el negocio; allí, digo, nos pusimos a cenar Atia, sus amigos Apiong y el del puesto, y yo, picoteando todo tipo de alimentos cocidos en salsa de soja y mojados en diversas salsas, con una botella de güisqui escocés que fue cayendo entre los cuatro a lo largo de la noche; Chen llegó más tarde, le dio un sorbo a mi vaso creyendo que era cerveza (aquí se le pone hielo a las dos bebidas), e inmediatamente se fue al puesto de al lado a por un zumo multifrutas.
La que no vino fue Hsiaoma (literalmente, "Caballito"), la novia de Atia; hace más o menos una semana que falleció su madre y, aunque no va vestida de luto, no puede "salir" con amigos hasta finales de enero. Estuvo con nosotros un rato en nuestra casa, luego fuimos los tres en el coche de Atia para dejarla a ella en la suya, y entonces él y yo continuamos la ruta camino del puesto de comidas del que os hablaba en el párrafo anterior.
Hasta que llegó Chen, tuve que hablar chino todo el rato, durante casi un par de horas. Cada vez voy soltándome y entendiendo más, aunque me falta muchísimo antes de llegar al nivel de principiante; incluso en taiwanés voy pillando ya algunas palabras. De todos modos, en muchos momentos, cuando no me esfuerzo por comprender ni tan siquiera lo intento; por ejemplo si la televisión está encendida y dan un programa que no me interesa; o si hay una conversación fluida entre varias personas, como colegas de Chen acerca de otros colegas o de su trabajo; entonces, digamos que desconecto y que la escucha desatenta del chino, en lugar de frustrarme, tiene en mí casi el efecto balsámico de un mantra.
Con lo que llegamos al tema que quería tratar. Etimológicamente, "mantra" significa "instrumento para pensar"; en la práctica, se trata más bien de una palabra (por ejemplo "Om") o serie de palabras por medio de cuya repetición constante se logra no pensar. En eso consiste la meditación. En "Occidente" (entrecomillo expresiones que resultan útiles como abreviatura pero que no hay que entender al pie de la letra; en sentido estricto, Occidente "no existe") tendemos a creer que la meditación es cosa de gurúes y jarecrisnas. Ahora bien, y sin confundirla con la reflexión, casi todo el mundo realiza este tipo de meditación en la que desconectamos el pensamiento, lo que pasa es que no la reconocemos como tal y tampoco nos damos cuenta de lo que nos sucede en esas ocasiones. Cuántas veces nos ha ocurrido que alguien nos pregunta "¿En qué piensas?", y nosotros respondemos "No, en nada, tenía la mente en blanco..."; estábamos absortos más que ausentes; el cerebro, sin estar apagado o dormido, sigue funcionando pero, en lugar de pensar, simplemente respira, late, vive. Ah, envidiable estado de beatitud en el que no es preciso pensar. Yo ahora intento provocar esos momentos de vacaciones mentales. En teoría, en esos instantes, nuestro pensamiento está en todo y en nada; mi cerebro, de momento, sólo llega a la nada, a menos que yo mismo, en mi inexperiencia, no me percate de otros niveles de conocimiento.
"La funesta manía de pensar". La mente no existe; quiero decir que no podemos hablar de "la mente" como entidad, individuo, sujeto u objeto. Como dice Steven Pinker, la mente es la actividad de un órgano corporal, el cerebro. No es que tengamos, perdamos o recuperemos "la visión" como quien tiene, pierde o recupera un billete de 5 euros: vemos, dejamos de ver, volvemos a ver. La visión es el nombre que damos a la actividad del ojo; la mente, el que damos a la del cerebro. Una metáfora más. En realidad, no tenemos mente: "menteamos" o, si me permitís un neologismo más audaz, "mensamos". Y lo interesante es dejar de "mensar".
Tanto el budismo como el taoismo llevan siglos advirtiendo sobre otra peligrosa ilusión, la de la existencia del "yo" como ente estable, continuo, idéntico a sí mismo o consigo mismo a través del tiempo.
Cito ahora fragmentos de la automentalografía "Tarokoj kaj epokoj" (en esperanto: "Cartas de tarot y épocas"), de Christian Declerck, que me acabo de terminar, nada menos que 654 páginas:
"[La ilusión del yo] complica la existencia por medio del deseo constante de placer, éxito, seguridad, confort, y del miedo a la soledad, el dolor y la tristeza."
"[El mantra] Es sólo un medio, una herramienta para silenciar de una vez por todas el ruido del cerebro, para detener el pensamiento, ese flujo de pensamientos mecánico, involuntario, no dirigido e incontrolable que nos arrastra sin orden de uno a otro tema, de uno a otro asunto, sin fin. Dominar la mente, no pensar, ¡qué difícil!"
El cerebro, que en los primeros homínidos tenía como función principal la de buscar comida ("yo matar mamut") y encontrar pareja para la procreación ("..."), ha evolucionado hasta un nivel de complejidad y capacidad increíbles; ahora bien, resuelto el problema del alimento mediante las jornadas de 8 horas, a nuestro cerebro ocioso le sobran capacidad y tiempo libre; su actividad, la mente, se dispara; cuando pensamos o mensamos, aunque lo hagamos con imágenes, recurrimos a estructuras discursivas, narrativas, lingüísticas; si la personificamos por un momento como metáfora, la mente sería ese enanito parlanchín que todos llevamos dentro, que no deja de hablar en todo el día, de crear, complicar y marear problemas, y al que lo mejor que podríamos hacer es decirle de vez en cuando "cállate de una puñetera vez".
Por desgracia en "Occidente" se le ha hecho demasiado caso a Descartes y a su "cogito ergo sum" (pienso luego existo, o: pienso luego soy). Pues no, señor, ni "ergo" ni nada. Pienso luego no soy. No pienso luego soy. (Quizás en ambos casos sería mejor decir "estoy", pero eso nos daría para un par de libros.) O, en versión coloquial: pienso luego estoy jodido.
Es la trampa de la mente, de los "mensamientos", de las palabras. Todos sabemos cuánto daño pueden hacer las palabras, daño intencionado, involuntario o contrario a nuestra voluntad. Y cómo nos liamos y enredamos con nuestras ideas y constelaciones de ideas, con las expectativas, frustraciones, exigencias absolutamente innecesarias y contraproducentes.
Pues bien, la idea que me ronda últimamente (toda esta frase es otra gran metáfora) es que, para no volvernos locos, la mayoría de la gente realizamos gran número de actividades como mantra, para no pensar. Las prácticas religiosas (rituales, oraciones etc) son el mantra perfecto siempre y cuando no se crea en ellas (creer es pensar) sino que se lleven a cabo con espontaneidad y naturalidad. La cita recurrente de las fiestas de fin de año o navideñas es otro gran mantra. Como lo es el consumismo; con la salvedad de que repetir ciento cincuenta mil veces la sílaba "Om" es menos dañino para el medio ambiente que el fundido masivo de tarjetas de crédito en las cajas de tiendas y grandes almacenes. Es mantra ver la tele, e ir al cine, aunque a veces ambas cosas nos lleven a pensar. Yo reconozco que en el cine puedo desconectar la fábrica de pensamientos y tragarme casi cualquier cosa; con la lectura, en cambio, me resulta más difícil no pensar, aunque a veces me sucede que leo un artículo o una página y me doy cuenta de no haberme enterado de nada, de no haberle prestado atención: meditación pura.
Mantras hay por todas partes: el sexo, los niños, el sudoku, la obsesión por las identidades colectivas, el futbolismo, la buena mesa, el esperanto, la violencia (para algunos brutos), la música, sí, la música... En definitiva, la vida como mantra: la vida es mantra.
Espero que no se os indigeste esta gran paja mental con la que voy dando por concluido el 2005. Pasadlo bien, nos vemos el año que viene.