23.3.05

Operación Retorno

La primavera ha venido, nadie sabe bla-bla-bla, y yo me dispongo a escribiros mi última crónica taiwanesa de la temporada precisamente en el primer aniversario de nuestro emparejamiento de hecho (por eso decimos Chen y yo que nuestra genuina luna de miel fue el viaje a Grecia en junio del año pasado). Aquí en Pingtung hizo ayer un calorazo algo insoportable, más de 30 grados con mosquitos y todo. Huele ya a domingo por la tarde, cuando el trabajoso lunes se encuentra a la vuelta de la esquina: sólo me faltan tres días para que se acaben estas largas vacaciones de Semana Santa y pasar del invierno taiwanés (que es primavera, aunque ahora amenaza convertirse en verano y estación de tifones) a la primavera peninsular…

Sé que mis tankas no son del agrado de todos, por eso repito lo que le escribí hace unos días a una amiga en apología de esta estrofa japonesa: Al tratarse de estrofas fijas, hay que contar con la disciplina métrica; versos de 7 y 5 sílabas. En el original en esperanto procuro respetarlo escrupulosamente; en castellano, no. Lo mismo ocurre con las rimas y otros juegos sonoros, semánticos o de palabras. Yo lo compararía con las coplas, como de hecho ya hice en "Saturno" en el poema "Copla", de la p. 36. Algunos de los tankas que he enviado son pequeñas ocurrencias, casi chistes privados, pero en otros he intentado condensar una vivencia, una idea.. Bajo mi firma encontraréis la última tanda. La envío ahora, antes de que se vuelvan puro anacronismo.

Como dicen los pilotos antes de pisar el acelerador: “Entrando en pista para despegar…”

¡Un saludo revolucionario!

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Robinzone

Mi venis foran
azian landon strangan.
Sed jen, surprize,
mi mem fremdulo estas,
strangulo alilanda.


[Kaohsiung, 12.3]

[“Robinsón”: Llegué a un lejano / y extraño país asiático. / Pero, para mi sorpresa, / yo mismo soy el forastero, / el raro de otras tierras.]



Gulivere

Chi damnaj homoj
shajnigas nekomprenon.
Au chu, diable,
okazas ke neniu
komprenas mian henon?

[Kaohsiung, 12.3]

[“Gulliver”: Esta maldita gente / finge no entender. / ¿O acaso, demonios, / lo que ocurre es que nadie / comprende mis relinchos?]



Porko che vojforko

Sen deva halto
por pensi kaj decidi
vojon irotan;
kiel porko che vojforko:
nur troti, vidi, vivi…


[Pingtung, 18.3]

[“Cochino en cruce de caminos”: Sin parada obligatoria / para pensar y decidir / el camino a seguir; / como un cochino en un cruce de caminos: / sólo trotar, ver, vivir…]



Miraghoj

De mia lando
mi nur portempe foras,
tamen chi tie
la nelgan chiutagon
apenau plu memoras.

Eventuale
facilus ghin rezigni
por rekomenci
de nulo, kaj jarfine
al kelkaj vivosigni.

Sed mi reiros
al songho chiutaga
kaj chi mirinde
reala efemero
farighos svaga, svaga…


[Pingtung, 18.3]

[“Espejismos”: Me encuentro lejos / de mi país sólo por un tiempo, / y, sin embargo, aquí / el día a día reciente / ya apenas lo recuerdo. // Eventualmente / sería fácil renunciar a todo ello / para empezar de nuevo / desde cero, y, cada fin de año, / dar señales de vida a unos pocos. // Pero regresaré / al sueño cotidiano / y esta realidad / maravillosamente efímera / se volverá vaga, vaga…]

9.3.05

"Hiroshima, mon ami(e)"

En Kioto también tuve el placer de reencontrarme con otros amigos genuinos, Hughimoto y Masumi. Hughimoto, lector de Montaigne en su juventud, ha sido durante los últimos más de 40 años la única ventana al mundo esperantista de Kanzi Ito, señor ya anciano y de salud delicada que ha conseguido recopilar y reeditar en una cincuentena de volúmenes casi todos los incunables del esperanto, los primeros folletos y libros, muchos de los cuales se creían perdidos, publicados algunos en las lenguas más diversas de la Europa de finales del siglo XIX, así como las ediciones originales de los primeros clásicos de esta lengua nueva. Pensar que también el autor de esta empresa quijotesca y robinsoniana se salvó por los pelos del delirio termocida del presidente Truman…

El día 25 dejamos Kioto y nos fuimos al sur. Llegamos a Hiroshima a mediodía y disponíamos antes de nuestra cita de un par de horas para visitar el imprescindible museo de la paz y memorial de la explosión atómica. El año pasado, aparte de ver dos magníficas películas de los años 50 del director japonés Ozu (“Cuentos de Tokio” y “Buenos días”, que inspira uno de mis poemas en “Saturno”), también me leí de un tirón, solo en la habitación del hospital la víspera de mi operación de dolicomegasigma, la obra “Hiroshima, mon amour”, de Marguerite Duras, cuya versión cinematográfica por Alain Resnais, igualmente interesante, había visto meses antes en Estrasburgo. Y ahora estábamos Chen y yo en los mismos lugares en que se rodó este filme, 60 años después de que el Enola Gay dejara caer al mortífero Little Boy a un centenar de metros de allí.

Camino de Hiroshima y en la propia ciudad, había garabateado tres tankas en mi cuaderno. No son nada, una superficialidad ante la magnitud de lo ocurrido, herida todavía abierta en la consciencia de muchos japoneses aunque me temo que no en la conciencia de tantos norteamericanos. Y, sin embargo, me niego a censurarlos. Son tal vez un primer paso hacia algo que puede que escriba en otra ocasión. No son casi nada, pero algo son:

“Datreveno”

1

Jam sesdek jaroj
pasis de l’ granda krimo,
kiam Usono
kovarde kaj barbare
cindrigis Hiroshimon.

2

Urbon cindrigi?
Nur ludo por infanoj.
Premi butonon
kaj en flamojn transformi
la vivojn de l’ urbanoj.

3

Atombombitaj
Hiroshim’, Nagasako,
ne malesperu
char Uson’ vin omaghas
persiste en Irako.

[Hiroshima, 25-26.2]

(“Aniversario”: 1 Sesenta años / han pasado ya del gran crimen, / cuando los Estados Unidos / de modo vil y bárbaro / redujeron a cenizas a Hiroshima. // 2 ¿Reducir a cenizas una ciudad? / Un juego de niños. / Pulsar un botón / y transformar en llamas / las vidas de sus ciudadanos. // 3 Hiroshima y Nagasaki / destruidas por la bomba atómica, / no desesperéis / porque los Estados Unidos os homenajean, / pertinaces, en Iraq.)

Dos horas en el museo pasan volando y no se olvidan. Como os decía, allí se consumó un gran experimento de las ciencias no sólo naturales sino también sociales, con 400.000 cobayas. No bastaba el bombardeo convencional sistemático que pretendía estudiar, por ejemplo, si la tercera ciudad del Japón seguiría manteniendo el tercer puesto de la lista en la posguerra después de haber sido destruida, pongamos, en un 75%, o la quinta ciudad una vez arrasada en un 80%. ?¿De qué se trataba? ¿De probar la bomba y sus efectos? ¿De amortizar las sumas ya gastadas? ¿De que capitulara Japón y, de paso, de disuadir y acojonar a la Unión Soviética y al resto del planeta? ¿De escribir una página en los libros de historia donde se habla de los valores de Occidente y de la supremacía democrática de los Estados Unidos? ¿Por qué, dos años antes de la derrota de la Alemania nazi, se había decidido ya usar la bomba atómica no contra los alemanes sino contra los japoneses? ¿Y por qué destruir así, sin advertir a sus habitantes (que disfrutaban de una inexplicable, sospechosa y pérfida tregua en los bombardeos), una ciudad y no una zona militar o despoblada? ¿Por qué repetir la hazaña tres días más tarde en Nagasaki? ¿Sería, como escribe Rafael Sánchez Ferlosio, que “cuando la flecha está en el arco, tiene que partir”?

Naturalmente, el cerebro privilegiado de Einstein había sentado las bases del conocimiento de la energía nuclear (y de mucho más) a principios del siglo pasado; naturalmente, los científicos expulsados o huidos de Alemania por judíos temían que Hitler consiguiera la bomba, y convencieron a Roosevelt para que los Estados Unidos se adelantasen, cosa que éstos lograron; naturalmente, los japoneses habían hecho de las suyas a diestro y siniestro en toda Asia, y probablemente no habrían dudado en usar armas atómicas de haber contado con ellas; naturalmente, los soviéticos declararon la guerra al Japón atacando Manchuria cuando ya se adivinaba el final y el resultado de la Segunda Guerra Mundial… Naturalmente, claro.

En Hiroshima, ciudad renacida de las cenizas y los escombros (de hecho, en el jardín de la casa donde nos alojábamos pude ver un perro mapache [nyctereutes procyonoides], curioso animal no doméstico sino silvestre), leí también en su traducción al esperanto la obra “Notas del delta”, de Okada Haru, donde relata con todo tipo de pormenores los primeros momentos, días y semanas tras la explosión de lo que, en su desconocimiento teórico, poco a poco las víctimas fueron denominando “un nuevo tipo de bomba”. Bomba que no se limitaba a destruir y calcinar en un segundo una ciudad entera, como podrían hacerlo un asteroide, un terremoto, una erupción volcánica o el tsunami de las navidades pasadas, sino que además dejaba a los habitantes de las ciudades atacadas el regalo envenenado de la radioactividad, el cáncer, los tumores, malformaciones y mutaciones, pesadilla que todavía no ha concluido.

A los que os interese el tema, os recomiendo la siguiente página web que no tiene desperdicio:

http://en.wikipedia.org/wiki/Atomic_bombings_of_Hiroshima_and_Nagasaki

El día 27 proseguimos nuestro viaje hasta Fukuoka. De los tres últimos días mencionaré nuestra visita al volcán Aso, cerca de Kumamoto, en compañía del señor Kino, otro esperantista muy simpático (y que, de niño, pudo ver desde su ciudad el hongo atómico sobre Nagasaki, a unos 100 km de distancia, una horrible masa ascendente de humo rojo y negro). Al igual que en el Teide o en Santorini, la antigua caldera o cráter del Aso primitivo se derrumbó en tiempos remotos dando lugar a una cadena montañosa de forma circular que circunda un valle, dentro del cual han surgido a su vez las calderas humeantes de los nuevos volcanes, entre ellos el monte Aso propiamente dicho, así como varios pueblos irreflexivos y temerarios que viven de la agricultura y el turismo. Fuimos un lunes frío y soleado, día de pocas visitas. Al llegar al borde exterior del gran cráter, el bosque de coníferas desaparecía en favor de un paisaje amarillo como el de las dehesas extremeñas en pleno verano, pero en este caso en invierno y con pendiente pronunciada. Después, por otra carretera, descendimos al valle y subimos al nuevo Aso, si bien no pudimos asomarnos al borde del cráter porque el último tramo de la carretera estaba cortado dada la dirección del viento, que lleva consigo las emanaciones venenosas del volcán. Me atrevo a mostraros un pseudohaiku facilón basado en un juego de palabras: en esperanto y en un registro literario, la palabra “aso” puede significar “el (tiempo) presente”:

“Aso”

Vulkano Aso
pensigas min pri iso
kaj ech pri oso.

[27.2?]

(“Aso”: El volcán Aso / me hace pensar en el pasado / e incluso en el futuro.)

Tanto en Tokio como en Fukuoka di charlas informales en esperanto sobre la Unión Europea desde el punto de vista o de partida de la interpretación; después de las charlas hubo cenas, cómo no, en Kumamoto incluso sin charla previa. En la de Fukuoka, entre brindis y brindis, los comensales no sólo escucharon divertidos e interesados mis diversos tankas, sino que uno de ellos, miembro del Club del Haiku (en internet) me animó a que improvisara alguno. Como quiera que otro de los asistentes nos había preguntado a Chen y a mí por el secreto de la felicidad en el matrimonio (¡tan pronto!), y aprovechando la comparación que se me había ocurrido en una conversación con el señor Nisida, compuse el siguiente tanka que luego retoqué para dar cabida al juego de palabras visual, caligramático:

"VIVI"

Geedza paro
felichos ech jarmilon
se ghi alterne
jen dise-kune VIVos
simile ventumilon.

[Fukuoka, 27.2]

(“VIVIr”: Un matrimonio / será feliz mil años / si alternativamente / VIVen, ahora separados, luego juntos, / como un abanico.)

No sé si llamarlo declaración de intenciones, wishful thinking, hacer de la necesidad virtud, o de tripas corazón…

Con esto termina el viaje a Japón, pero no la luna de miel, porque faltan Taipei, y Pingtung, y lo que quede por venir… Si me preguntáis por lo mejor del Japón (no de este viaje en particular), para mí, quizás el don(buri), ese plato que consiste en un cuenco de tamaño mediano o grande lleno de arroz blanco con una textura, aroma y sabor que sólo se encuentran allí, y cubierto con una capa de sashimi de atún, o de filetes de anguila, de tempura de marisco o verduras, o lo que apetezca. Ah, qué inmenso placer… (al igual que en la paella, lo mejor es el arroz). Y un deseo para el futuro: otro baño caliente al aire libre durante una nevada en las montañas, pero mixto, con Chen, y con un chupito de sake en la mano para vivir eso que en japonés se denomina “yukimizake”: ver [“mi”] la nieve [“yuki”] bebiendo vino de arroz.

Así que el 2 de marzo aterrizamos en Taoyuen y nos vamos a casa de nuestro amigo, el renombrado cocinero Jimmy Chin, cuyos tres restaurantes, antes llamados “Vanilla” y ahora “Amor y Pan” (en español castizo), van viento en popa. El de su propia casa, que sólo abre por las tardes, es más bien café y tetería con repostería occidental; el segundo de Taoyuen, abierto todo el día y con más mesas, sirve también ensaladas y pasta; el tercero y más reciente, en Taipei, ofrece comida inspirada en la cocina española pero con sabores y presentaciones muy diferentes, como en el caso de las sorprendentes gambas con salsa de chocolate.

El día 5 por la mañana escribo en la libreta:

Bonvena shangho:
senhasta kaj abunda
la matenmangho.

(Bienvenido cambio: / sin prisas y abundante / el desayuno.)

En Taipei, aparte de quedar con amigos e ir al cine a ver “Finding Neverland” (no creo que en España se hayan atrevido a traducir el título como “A la búsqueda de la Tierra de Nunca Jamás”), que, por cierto, me obligará a buscar y leer “Peter Pan”, también ocurrió algo digno de mencionar. La noche del 5 al 6 de marzo, a las 3h06 y 3h07 de la madrugada, dos temblores de tierra diferentes pero casi simultáneos (lo que al parecer resulta muy infrecuente por estos pagos), con epicentro en la región de Ilan y Suao e intensidad de 5.9, sacudieron también nuestro apacible sueño en Taoyuen. Su efecto, amortiguado por la distancia, se redujo a despertarnos y a hacer que temblaran los muebles del cuarto pero sin que cayeran objetos al suelo. Yo, la verdad, me acojoné bastante, sobre todo con el segundo temblor, de modo que pusimos en práctica lo de protegerse debajo del hueco o quicio de una puerta. Al rato volvimos a la cama mientras se oían ladridos de perros en el vecindario y el sonido de alguien que abría su coche con el telemando; al final, cuando el silencio volvió a imperar no turbado por vehículos o bichos, caímos de nuevo presos del sueño.

Y ahora ya estamos en Pingtung. Yo, contento por haber terminado este reportaje, lo que me permitirá pasar más tiempo junto a “mi” templo leyendo o dibujando, aunque me temo que al haberlo elegido para algunas de las fotos de nuestro álbum nupcial haya(mos) contribuido a que se perturbe su paz al margen del espacio tridimensional en el que se desarrolla la vida mundana y social: parece que al fotógrafo le gusta el decorado, pues ayer me lo encontré allí de nuevo haciéndole fotos a otra pareja de inminentes o recién casados.

Termino con un último tanka, sin relación alguna evidente con todo lo anterior, “escrito” ayer mismo mientras me despertaba y levantaba de la cama:

"Miraklo"

La mondon regas
la sankta seksdiino.
Chiusekunde
shi faras oron lano
kaj akvon rugha vino.

[Pingtung, 8.3]

("Milagro": Gobierna el mundo / la santa diosa del sexo. / Cada segundo / transforma el oro en lana / y el agua en vino tinto.)

¡Salud y poesía!

8.3.05

palabras en el aire

Aunque pueda parecer lo contrario, Japón me ha gustado, incluso más de lo previsto. Es un país en el que viajar resulta cómodo y fácil, y no necesariamente tan exageradamente caro como uno se imagina.

De todas las noches pasadas en Japón, las cuatro primeras y las tres últimas nos alojamos en hoteles como los que conocemos en Europa. Las cuatro noches de Kioto, en un ryokan u hotel tradicional japonés, con paneles corredizos de papel translúcido y futones sobre los tatamis que cubren el suelo de madera; ahora bien, se trataba de un ryokan moderno y funcional, con baño y aire acondicionado y sin la disciplina estricta de horarios que caracteriza a los ryokan de toda la vida (es decir, algo parecido a lo que ocurre en España con las casas rurales, que no necesariamente han de parecerse a un cortijo andaluz de finales del XIX); tampoco tenía tokonoma, ese pequeño rincón reservado para algún motivo religioso o caligráfico-poético, del que habla Tanizaki en su interesantísima obrita sobre la estética nipona “Elogio de la sombra” (editorial Siruela), escrita en los años 20 ó 30. Solamente en Hiroshima (nombre que significa “isla ancha” y que los chinos escriben igual pero leen “Guangtao”) pasamos dos noches en casa de unos esperantistas. Yo no los conocía y no era nuestra intención, pero nos los recomendaron varios amigos, entre ellos Nobuyuki y Reza (el iraní que vive en Pingtung). Fueron generosos con nosotros, nos llevaron al conocidísimo y archifotografiado santuario de Itsukushima (con esa puerta roja que asoma en la superficie del mar frente a la costa; si dispusiéramos de un turismómetro podríamos compararlo con el Patio de los Leones de la Alhambra), donde, por cierto, coincidimos con una boda en la que los novios iban ataviados con vestidos tradicionales, como en una peli de samurais (entre los invitados se encontraba un joven indonesio con su pareja, una finlandesa con la que practiqué un poquito de finés); también fuimos con ellos a unos baños de agua caliente al aire libre, mientras nevaba, en la aldea de Midori en las montañas al norte de Hiroshima; el problema es que el anfitrión, que almacena alimentos y cocina compulsivamente (por un trauma derivado de las hambrunas de posguerra, según cuenta en un artículo autobiográfico que leí por esas fechas) y que trasiega alcohol como si fuera agua de manantial, no era muy propenso a consultar a sus huéspedes, con lo que la visita, aunque interesante, también se nos hizo un poco pesada a ratos. Como sólo duró día y medio y como al final uno acaba aplicando la amnesia selectiva de las madres después de los dolores del parto, nos quedamos con haber conocido un hogar japonés desde dentro. Claro que en el futuro prometo y juro ante Zeus y Lao Tse no alojarme en casa de nadie que no conozca de primera mano, por si acaso. Cuento todo esto porque en el resto del viaje sí quedamos de vez en cuando con otros esperantistas, pero sin abusar, y se portaron estupendamente con nosotros. Yo les decía de broma a ellos y a Chen que el esperanto es como el wasabi (ese condimento japonés de rábano verde superpicante), y que por tanto sería mejor no mezclarlo demasiado con la miel de nuestro viaje por si los sabores no combinaban a la perfección.

Con Keiko, Nobuyuki y otro amigo fuimos a cenar a una barra de sushi y sahimi en la que no había que pedir: el jefe iba preparando todo tipo de exquisiteces, entre ellas fugu o pez globo (que se hincha para asustar a sus depredadores y cuyo hígado venenoso puede ser mortal) o carne de ballena (intentando adivinar lo más selecto, yo adiviné que era de ballena, para sorpresa de Nobuyuki, si bien añadí que se trataba de “oreja de ballena” para asegurar no pasarme de listo; el jefe nos dijo que era carne roja, es decir, no de casquería); así hasta que ya no tuviéramos más ganas de comer. Antes habíamos probado, en otro bar, sakes exquisitos, sin filtrar. Aquí, sentados en la barra, recordé los vasitos para licor de sorgo (kaoliang) que te ponen en algunos restaurantes chinos de Madrid con la imagen desenfocada de una chica ligera de ropa en el fondo, imagen que se vuelve nítida al rellenar el vaso con licor, el cual actúa como lente. Le pregunté a Nobuyuki si podría ver una mujer desnuda en el fondo del vaso de sake y me respondió: “Todavía no” (lo que, curiosamente, en japonés se dice “Ma dadayo”, como el título de la imprescindible película de Akira Kurosawa). Para que luego digan que los japoneses no tienen sentido del humor…

Chen, gracias a su buen español, pillaba bastante esperanto, y luego se las apañaba entre mis traducciones boca-oreja o directamente en inglés, más las ocho o nueve palabras comodín que aprendió en esperanto durante el viaje: hola, chao, sí, nó, bueno, muy bueno, bonito, gracias, basta… También recurría de vez en cuando a escribir caracteres chinos, que los japoneses comparten, sobre el papel o en el aire, con el maravilloso gesto cuasipictórico de una secuencia de trazos. Recuerdo una situación de ese tipo con varios amigos en un restaurante nepalí, en el que por cierto también comía con nosotros una japonesa que también hablaba español. Todo muy babélico y pantagruélico..

Con Nobuyuki he aprendido que el mejor sake se bebe frío, y que con el sake caliente te pueden dar gato por liebre; que el sushi se puede y ha de comer con los dedos, como si fuera una croqueta de la abuela, en lugar de hacer prestidigitación con los palillos; y que, si uno quiere untarle wasabi al sushi, que ya lleva, o al sashimi, se le pone directamente con los palillos, porque resulta de mal gusto ensuciar la salsa de soja con la especia o condimento verde que pica que no veas.

Esta cena de la que hablaba, la del pez globo y la ballena, tuvo lugar después de una excursión a la cercana ciudad de Nara (donde se encuentra un templo que es la mayor estructura de madera del mundo y en la que ciervos capitalistas limosnean galletas a los grupos de visitantes) en un día de bastante, mucha lluvia. Llegado este momento, condensé nuestro plan de viaje en otro tanka:

"Japana mielvojagho"

Toki', Kioto
kaj, pluvan tagon, Nara.
Tuj Hiroshimo,
Fukuok', Kumamoto
kaj fine "sajonara!"


[Nara, 24.2]

(“Viaje de luna de miel en Japón”: Tokio, Kioto / y, un día de lluvia, Nara. / Después Hiroshima, / Fukuoka, Kumamoto / y, por último, “¡sayonara!”)

El haiku y, sobre todo, el tanka (de los que hay unos cuantos en mis libros de poemas) me recuerdan en su estructura a la copla, al blues y, en su vertiente absurda y jocosa, al limerick de Gales. Pues bien, continuemos: después de cenar fuimos a otro bar donde bebimos vino tinto. Fue un grave error, tras el sake y la cerveza consumidos con la cena. Como español, ex alumno de bachillerato y exuniversitario, debería haberme negado, pero el ambiente era tan agradable y nuestros amigos tan convincentes… que a la mañana siguiente me desperté con un dolor de cabeza de mil demonios, con lo que la excursión a Kamakura se vio substituida por reposo obligado hasta mediodía (cura en cama) y un paseo más tranquilo por el centro de Tokio (el Palacio Imperial y la eifelesca torre de la ciudad) por la tarde:

“Postebrio”

Se vi kundrinkos
bieron kaj sakeon
kaj rughan vinon
ne miru ke vi startis
enkape lavmashinon.

[Taipei, 5.3]

(“Resaca”: Si al beber mezclas / cerveza y sake / y vino tinto / no te sorprenda el haber encendido / una lavadora en la cabeza.)

Así que Kamakura queda para el verano del 2007, porque con los primeros sakes le prometí a Keiko que volveríamos a Japón al congreso mundial de Esperanto en Yokohama dentro de dos años y medio. Era inevitable, tratándose de la primera visita: tarde o temprano habría que hacer la segunda. Ah, Yokohama, uno de los posibles objetivos de las primeras bombas atómicas, finalmente descartado o pospuesto por los estadounidenses para desgracia de hiroshimeños y nagasakianos.

Hay un dicho japonés relativo a la amistad y que al parecer tiene que ver con la ceremonia del té. Dice más o menos, con dos (o cuatro) palabras y una bella ellipsis, que dos personas se conocen o encuentran por primera vez una única vez. Aquí va mi tanka dedicado a Nobuyuki y Keiko, y a todos mis amigas y amigos estéis donde estéis:

"Ichigo ichie"

Renkonti iun
iun unikan fojon
kaj, poste, ghisi
kaj dis - au kamarade
ekiri saman vojon...


[Nara, 24.2]

(“Ichigo ichie”: Encontrar a alguien / una única vez / y, después, despedirse / y diverger – o, como camaradas, / emprender juntos el mismo camino…)

Como veis, al contrario que en “Saturno”, estos poemas primero los he escrito en esperanto con su rima de rigor y luego los he traducido a román paladino. Creo que no quedan mal del todo en castellano, supongo que gracias a mi aventura bilingüe de los últimos años.

Tokio, y Japón, están llenos de dulcerías y pastelerías. Son golosos los japoneses, sí señor. Otra cosa que sorprende es la incomprensible (a)numeración de las calles: ni ellos mismos se aclaran a la hora de buscar una dirección.

Antes de que se me olvide, recordemos el Windsor. Acaba de escribirme una de mis hermanas que, al acabar su construcción, a mi padre le ofrecieron el mantenimiento del edificio, pero prefirió quedarse en la empresa constructora Agromán. El Windsor, todo hay que decirlo, no sería noticia a estas alturas si no hubiera ardido tan hermosamente (mientras el templo de Nara aguanta siglos y más siglos); en el mundo hay cientos de rascacielos más altos e interesantes, empezando por el mayor de todos, la Torre 101 (por su número de pisos) en Taipei, que por su silueta recuerda a un tallo de bambú. Ahora bien, el Windsor, al consumirse como leño de una pira u hoguera de San Juan, ha entrado en las pantallas de televisión de todo el mundo. Durante nuestro viaje, tanto en Japón como en Taipei, si preguntaba a alguien por el incendio, todo el mundo lo había visto, lo que me permitía hablar de mi padre y de nuestra relación con ese edificio, motivo de nuestra mudanza a Madrid. Quizás acabe dedicándole un poema en el futuro.

Claro que, como adiviné durante la visita al templo o santuario de Asakusa (ya no recuerdo: lo primero se refiere a uno budista, con leones de piedra que guardan la entrada; lo segundo, a uno shintoísta, con esas puertas rojas que preceden y anuncian el santuario de esa religión sin dios que sólo existe en Japón) y al pequeño parque y cementerio adyacente, la única eternidad que cuenta es la de las piedras, como la de la estatua que recuerda a cierta señora benefactora de niños y desvalidos del vecindario que vivió en ese barrio hace un par de siglos (creo recordar que se llamaba Iwako). Nuestra máxima, aunque insuficiente, aproximación a la inmortalidad y a la eternidad consiste en amontonar piedra sobre piedra para erigir mastabas y pirámides o, mejor aún, tallar la piedra o arañar su superficie para crear de ese modo estatuas, esculturas o inscripciones que nos sobrevivan. La eternidad de los epitafios y las lápidas. Debería dejar de teclear gilipolleces en el ciberespacio y comprarme un buril para escribir, inscribir una o dos frases o poemas en la roca, en la piedra. Lo demás son palabras o ideogramas en el papel o, mejor aun, en el aire.

El día 21, pasando por delante del monte Fuji (al que no vimos desde el tren porque el horizonte lo ocultaban las nubes), nos fuimos a Kioto, otra ciudad que se salvó de milagro del fuego salvífico nuclear de los EE.UU., ya que también se encontraba en la primera lista de blancos para el gran experimento de las ciencias naturales del siglo XX. Kioto es la ciudad que todo turista debe visitar en Japón, con infinidad de santuarios y templos. Gracias a que los bombarderos USA la dejaron tranquila una temporada para que los bombardeos convencionales no enturbiaran el análisis de los efectos de una probable explosión atómica, hoy en día se puede disfrutar en Kioto no sólo de museos y monumentos sino también de barrios enteros con casas de madera, entre ellas la que iba a ser nuestro ryokan. Hermosa ciudad, no tan perfecta y aséptica como Tokio (salvo el horroroso zurullo de cristal y acero de la estación central de ferrocarril), sino más viva, real y cotidiana, sea lo que sea lo que esto signifique.

En Kioto teníamos como contacto a Tetsu, un tipo muy simpático que conocimos una tarde en casa de Kiki en Pingtung porque había venido a visitar a una vecina japonesa de ella, y con el que nos comunicábamos en inglés. Quedamos con él en un par de ocasiones; aparte de visitar un templo apacible en la montaña en el mejor momento del día, cercana ya la hora del cierre, también nos introdujo en bares y tabernas recónditas de la ciudad, con ambientes y manjares y néctares exquisitos, de cuyos jefes o encargados era amigo o cliente desde hacía una veintena de años, y con los que no habríamos podido dar nosotros mismos ni por casualidad ni hartos de sake.

Hablaba antes de la disciplina horaria de los ryokans tradicionales. En general en Japón tanto en hoteles como ryokans tienes que dejar la habitación libre el día de salida antes de las 10h, pero no puedes entrar en ella el día de llegada antes de las 15h o las 16h; si te sales de estos horarios y apareces sin avisar, parece que se ponen algo nerviosos. En este viaje nos hemos quedado sin dormir en una pensión familiar o en un templo (dicen que es posible) así como, por decisión propia y previa, en uno de esos hoteles-cápsula (no mixtos, por cierto, ni “aptos para claustrofóbicos”), cuyas habitaciones o nichos tienen, como dice igualmente mi guía, “las dimensiones de un ataúd espacioso”: a tanto no llega nuestra curiosidad viajera. Al final tampoco fuimos a uno de esos “love hotels” donde las parejas japonesas coyundan discretamente en habitaciones con decorados selváticos o grecorromanos de fantasía; tienen horarios y precios extravagantes y, la verdad, tampoco nos hacía falta: si nos faltaba exotismo en nuestra habitación del ryokan, bastaba con ponernos los yukatas, esa especie de batas o albornoces azules y blancos similares a lo que en España llamamos “kimono” y que se utilizan antes de dormir y después del baño caliente.

En Kioto visitamos el jardín zen de un templo budista. En un jardín seco, sin agua ni casi vegetación alguna, con 15 piedras colocadas a conciencia en un amplio rectángulo cubierto de grava o arena peinada y trillada con meticulosidad, que sugieren un paisaje o ideal o evocan una parte de la costa del sur del Japón o, lo cual no excluye a lo anterior, invitan a la contemplación o a la meditación. Paisaje que cambia a lo largo del año, con las estaciones, y del día, con las luces y sombras proyectadas sobre él por el sol que se oculta entre pinos y nubes. Una vez más, nuestra propia presencia multitudinaria estorbaba su disfrute: paradojas del turismo-zen.

Tetsu también nos llevó a una güisquería en la que degusté dos espléndidos güisquis japoneses de una malta, uno de ellos de la isla norteña de Hokkaido, con un sabor ligeramente ahumado que me recordaba las saunas finlandesas. Ah, gran bar y magnífico barman, testigo del parto in situ del siguiente tanka:

"En la viskiejo Annie Hall"

Chu do ni tenas
futuron en la mano?
Sendube, frato,
se ni kun glas' viskia
tostas je nia sano!

[Kioto, 24.2]

(“En la güisquería Annie Hall”: ¿Tenemos pues / el futuro en la mano? / Sin duda, hermano, / cuando, con un vaso de güisqui, / brindamos a nuestra salud!)

Mi pequeño homenaje a Omar Jayyam, el mejor poeta y filósofo de todos los tiempos (buscad la edición bilingüe en Hiperión).

Prometo que volveré.

7.3.05

Ja Pon

Es lunes 7 de marzo. Ayer por la tarde Chen y yo regresamos en tren a Pingtung después de 14 días en Japón y 4 en Taipei (en realidad en la cercana ciudad aeroportuaria de Taoyuen, en casa de nuestro amigo Jimmy, el cocinero y repostero). Chen ya ha vuelto al trabajo, y yo voy a intentar contaros cómo ha ido nuestro viaje por Ja Pon (en japonés, Ni Hon; en chino, Ri Pen, si bien lo escriben igual unos y otros en ideogramas chinos; traducción literal: Sol Naciente).

La víspera de nuestra partida, un terremoto de magnitud 5.4 (escala de Richter salvo que se indique lo contrario) con epicentro al norte de Tokio sacudió la capital japonesa. Lo leí en el periódico el día 17 de febrero, camino del aeropuerto, o quizás ya en el avión de Kaohsiung a Taipei, donde luego nos esperaba el segundo vuelo, de Taipei a Tokio.

Nuestro plan era el siguiente: 4 noches en Tokio, durmiendo en una pensión regentada por un taiwanés y reservada con suficiente antelación por Chen (desde allí podríamos hacer excursions, por ejemplo a la ciudad con el simpático nombre de Kamakura); otras 4 en Kioto, con esta ciudad como base de operaciones; 2 aun más al sur, en Hiroshima, desplazándonos todo el tiempo en el Shinkanshen o tren bala por medio de un Japan Rail Pass de 7 días; por último, tres noches entre Fukuoka (la primera y la tercera) y Kumamoto (la segunda), con alojamiento en hoteles por cortesía del señor Nisida, un esperantista muy majete de 82 años al que conocí en Pingtung en septiembre y que decidió obsequiarnos de este modo durante nuestro viaje de luna de miel.

Se trataba de aplicar una de mis costumbres como viajero: no pasar menos de dos noches en cada lugar que se visite. No sé de cuándo data esta manía, pero sí soy consciente de ello desde hace no muchos años, tal vez sólo 4 ó 5. Antes de ayer escribí este “tanka” en un restaurante, cercano al de Jimmy, llamado Jieyunxuan:

“Konata kapkuseno”

Ora regulo
por ghuo de vizito:
tradormi plache
almenau tutajn du
noktojn sur sama lito.

[Taipei, 5.3]

(“Almohada conocida”: Regla de oro / para disfrutar de una visita: / dormir plácidamente / al menos dos / noches completas en la misma cama.)

El “haiku” es una estrofa japonesa de 3 versos de 5, 7 y 5 sílabas, con mención o alusión obligatoria a alguna estación del año, y que goza de larga tradición en la literatura original en esperanto (no sólo de la pluma de escritores japoneses), en la que se acostumbra a rimar el primer verso con el tercero; en cuanto al “tanka”, consta de 5 versos de 5-7-5-7-7 sílabas, de tema libre, de los cuales los escritores en esperanto tienden a rimar el segundo con el quinto. Pues bien, durante este viaje he escrito varios tankas, que me permitiré presentaros en las líneas que siguen.

Días antes de emprender el viaje, mi amigo japonés Yamasaki, miembro de la Academia de Esperanto, se puso en contacto con la pensión taiwanesa reservada por Chen para confirmar la dirección y la fecha de nuestra llegada; la encargada le respondió que allí no esperaban a ningún español, y, acto seguido, llamó a Chen para decirle que anulaban nuestra reserva porque no querían problemas con extranjeros (tal vez se trate de una pensión ilegal o alegal). Faltaban sólo tres días para nuestra partida, nos encontrábamos en el rascacielos Splendor de Kaohsiung, y he aquí que de pronto no teníamos donde alojarnos a nuestra llegada a Tokio. Por suerte nuestros amigos Michel y Teresa nos pusieron en contacto con Etienne, un francés que vive en la capital japonesa y al que también conocí en Pingtung durante mi estancia anterior, de modo que éste nos reservó la primera noche en un hotel bastante lujoso en el supermoderno barrio de Shinjuku, y las tres siguientes en uno algo más barato y más cercano al inexistente centro de la ciudad.

El señor Yamasaki, de 75 años, alarmado por los vaivenes y zozobras de nuestra reserva, y dado que nuestro avión aterrizaba a las 20h40, se ofreció amablemente a venir a buscarnos al aeropuerto de Narita. Y, en efecto, allí estaba esperándonos, lo que, teniendo en cuenta que el aeropuerto se encuentra a 66 km de la capital, equivale a uno de los mayores cumplidos que pueda recibir un extranjero de un tokiota, toquiense o como se diga. Cuando llegamos al hotel eran casi las once de la noche, pero no desistimos y buscamos un bar cercano en el que celebrar nuestra llegada a Japón. Encontramos un garito subterráneo donde una decena de trabajadores con corbata se relajaban y desahogaban gracias al karaoke, mientras nosotros tres, sentados en la barra, consumíamos unas cervezas.

Quizás ahora sea el momento de contar mi ya lejana, por no decir remota, relación con Japón. Pero, primero, otro poema (me temo que, con su estilo sentencioso, no sea más que un vergonzante plagio del Kavafis de “Ítaca”):

“Konsilo por vojaghuntoj”

Ankau por lokon viziti
ekzistas la ghusta tempo:
nek tro malfrue nek maltro.
Sed se chi fojo neniam
alvenos, plendi ne indas.
Laudezire jen vizitu
iamajn lokojn ripete
kaj, kiel la chi-vesperon,
la chi-tieon plenghuu.

[Taipei, 5.3]

(“Consejo para hipotéticos viajeros”: También para visitar un lugar / existe el momento apropiado: / ni demasiado tarde ni demasiado pronto. / Pero si nunca llega esa ocasión / no vale la pena lamentarse. / Vuelve a visitar, según te plazca, / lugares de otros tiempos / y, como del esta tarde, disfruta también del aquí.)

Hace al menos veinte años, el señor Syozi (de nombre Nobuyuki) se encontraba en el aeropuerto de Barcelona en viaje de trabajo en compañia de un par de colegas, cuando a uno de éstos le birlaron arteramente un maletín con el pasaporte y los billetes de avión. Dado que el consulado japonés en Barcelona ni consulaba ni consolaba y que al parecer había huelga de transportes entre las dos capitales de España, se vinieron en taxi hasta Madrid para que los de la embajada le rehicieran a la víctima del hurto todos los documentos. Como ninguno hablaba español y Nobuyuki sí habla esperanto, y puesto que yo, estudiante de bachillerato, aún me encontraba de vacaciones, durante tres o cuatro días hice de guía e intérprete para ellos por Madrid. Nos desplazábamos en taxi y comíamos exclusivamente en restaurantes japoneses (así conocí el tofu, la sopa de miso, los conos o cucuruchos de alga seca rellenos de arroz con marisco etc). Al irse, Nobuyuki, que ahora tiene 62 años, me regaló su libro de conversación de bolsillo en 6 idiomas (entre ellos, japonés y español; publicado en 1983) y un billete de 1000 yenes (ahora serían 1250 pesetas).

Años después conocí también a su mujer, Keiko, que dirige una importante editorial en esperanto, y he vuelto a encontrarme con ellos en diversas ocasiones, creo que por última vez en Montpellier en 1998. Un abanico que me regalaron para mi madre, y que ella nunca llegó a usar, al final lo empleó Chen hasta el final de su vida útil como artefacto refrescante. En fin… En aquellos tiempos intenté matricularme en japonés en la Escuela Oficial de Idiomas, pero, al no haber plazas, lo hice en alemán (por lo que deduzco que nuestro primer encuentro tuvo lugar en 1981, lo que sin embargo no cuadra con lo del libro de frases; hm…) Durante años Nobuyuki le comentaba a Keiko: “Pero, este Camacho, ¿cuándo va a venir a Japón?”, y cuando supo que por fin iría a su país en el 2005, le decía a su mujer: “Demasiado tarde, demasiado tarde…”

No voy a hablar de los templos y santuarios que visitamos, los más importantes y visitados ya que aparecen en todas las guías, empezando por la mía de Lonely Planet. Voy a comentar mis impresiones. En primer lugar, uno llega a Japón cargado de prejuicios, imágenes y opiniones preconcebidas. Gran culpa la tiene el cine occidental sobre Japón, y quizás también los telediarios, que sólo emiten “noticias” que confirmen esa imagen prototípica de los japoneses; me temo que éstos son también responsables de la idea distorsionada y ridícula que de un Japón ultramoderno y sofisticado se tiene en el mundo, y que da lugar a filmes caricaturescos como “Lost in Translation” (del que yo salvaría la historia de amor contenido o frustrado entre los protagonistas, la que no obstante podría haber transcurrido en cualquier hotel, barco o rincón del mundo en el que coincidieran dos paletos yanquis incapaces de aventurarse en el mundo ajeno que los rodea para intentar, si no comprenderlo, al menos sí verlo con sus propios ojos).

Ayer, en el tren de vuelta a Pingtung, empecé a leer “Stupeur et tremblements” (supongo que el título en español es “Estupor y temblores”), interesante novela autobiográfica de la novelista (japo)belga Amélie Nothomb sobre los meses que trabajó en una empresa japonesa. Casi lo he terminado. No puedo opinar sobre la forma de ser o de comportarse de los japoneses, ni sobre si coincide o no con las valoraciones de la autora: lo que he visto es demasiado poco y muy superficial. Recomiendo su lectura a quienes tengan interés por los límites de la bajeza humana en sistemas autoritarios (como lo pueda ser también una empresa rígidamente jerarquizada), aunque, ya puestos, me quedo con “La fea burguesía” de Miguel Espinosa. A lo que íbamos: mi primera impresión en Japón fue de normalidad, de absoluta normalidad. Gente normal hacienda vida normal, cogiendo el metro para ir a trabajar, charlando, comiendo y bebiendo en bares y restaurants. Gente animada. Dice Nothomb que quien no haya conocido a un excéntrico japonés no sabe lo que es un excéntrico; será que lla no ha conocido a un excéntrico finlandés, o esperantista, o intérprete de la UE. Ya sé que no hay gente normal; que cualquier persona, por poco que uno se pare a investigar, tiene sus rarezas (“basta con detenerse a observer un objeto cualquiera para que éste se vuelva interesante”); que en todos los lugares del mundo hay una cierta normalidad cnvencional, en la que el raro es el que viene de fuera. A lo que me refiero es que la “normalidad” de Tokio y de Japón en general me resultaba extraña y sorprendentemente similar a la de Madrid o España, más que a la de Pingtung, por ejemplo.

Claro que hay diferencias. En Tokio casi todo resulta moderno, práctico, funcional, limpio, ordenado, silencioso, como una versión oriental del futuro reciente de la película “Gattaca”: el tráfico, en el que coches, taxis e incluso los camiones parecen no hacer ruido (con independencia de que circulen por el lado contrario, en lo que apenas reparé); los alimentos, envueltos primorosamente en plástico transparente; las máquinas expendedoras de cualquier cosa, y que incluso sirven para pagar de antemano la comida elegida en un restaurante o casa de comidas; los servicios de los hotels y de algún domicilio, con esa taza automatizada que incluye botones para transformarla en bidé o para activar un chorrito de agua limpiadora sin levantar el hermoso culo del asiento con forma de donut. Naturalmente esto cambia al desplazarse hacia el sur del país: cuanto más nos acercamos a Taiwán, menos orden y limpieza absolutos; incluso en el mismo Tokio, basta con adentrarse por aguna calleja del barrio de Asakusa, más allá del templo objeto de las devociones de los turistas, para descubrir esa otra ciudad más vivaracha e imperfecta. Y uno verá que no hay nada más parecido a un bar de Madrid que una taberna o izaka-ya japonesa en la que los parroquianos beben sake y tapean raciones de berberechos sentados a la barra mientras charlan con el camarero o cocinero o con el individuo que se encuentra a su izquierda o a su derecha (algo que no se ve en Taiwán, por ejemplo).

De hecho, ahora, en invierno (aunque con temperaturas más altas que las de la ola de frío peninsular), barrios enteros de Tokio y algunas zonas de Kioto, Fukuoka y Kumamoto me recordaban especialmente a la Finlandia otoñal más que a ningún otro lugar en el mundo. Por otra parte, algo característico de la capital y que no vimos en otras ciudades es el estilo sobrio y elegante en el vestir, sin colores llamativos o estridentes: en la calle y el metro, hombres en traje de chaqueta y mujeres con vestidos y abrigos blancos, negros, azul marino o de alguno de los no-colores de la gama del marrón o del gris; estilo en verdad uniforme que nos hacía agradecer la visión de cualquier nota de color.

En cuanto al idioma, por suerte infinidad de letreros están escritos también en inglés, y uno encuentra bastante gente que habla este idioma en estaciones, hoteles y similares, por lo que no hay que preocuparse demasiado. Por otra parte, Chen (y, en menor medida, yo también) podía leer los ideogramas chinos con los que se escribe el japonés (utilizan además dos silabarios, katakana y hiragana, que no existen en chino). Por ejemplo, los servicios en Japón y en Taiwán indican el de caballeros con una palabra, escrita exactamente igual, que los chinos y taiwaneses leen “nan” pero los japoneses leen “ottoka”; algo así como hacemos nosotros al leer como “caballeros” el consabido circulito con la flecha indicando las 2 en punto, que en inglés se lee “men” y en finés “miehet”. Claro que no llegaré al extremo de recomendaros que aprendáis chino antes de ir a Japón, entre otras cosas porque, al contrario que en chino donde cada ideograma tiene una única lectura y pronunciación, en japonés tienen al menos dos, la autóctona (p. ej. “ottoka”) y la de origen chino (chino “nan” > japonés “dan”), cada una de las cuales se utiliza en diferentes casos y tipos de palabras simples o compuestas. En chino, “oriente” se dice siempre “tong” (aunque haya diversas formas de transcribirlo: es el –tung de Pingtung), mientras que en japonés puede ser “to” (como en To Kyo, capital de oriente o levante) o “higashi”.

Y todavía no hemos pasado del primer día, pero todo se andará. Aquí lo dejo de momento.