7.3.05

Ja Pon

Es lunes 7 de marzo. Ayer por la tarde Chen y yo regresamos en tren a Pingtung después de 14 días en Japón y 4 en Taipei (en realidad en la cercana ciudad aeroportuaria de Taoyuen, en casa de nuestro amigo Jimmy, el cocinero y repostero). Chen ya ha vuelto al trabajo, y yo voy a intentar contaros cómo ha ido nuestro viaje por Ja Pon (en japonés, Ni Hon; en chino, Ri Pen, si bien lo escriben igual unos y otros en ideogramas chinos; traducción literal: Sol Naciente).

La víspera de nuestra partida, un terremoto de magnitud 5.4 (escala de Richter salvo que se indique lo contrario) con epicentro al norte de Tokio sacudió la capital japonesa. Lo leí en el periódico el día 17 de febrero, camino del aeropuerto, o quizás ya en el avión de Kaohsiung a Taipei, donde luego nos esperaba el segundo vuelo, de Taipei a Tokio.

Nuestro plan era el siguiente: 4 noches en Tokio, durmiendo en una pensión regentada por un taiwanés y reservada con suficiente antelación por Chen (desde allí podríamos hacer excursions, por ejemplo a la ciudad con el simpático nombre de Kamakura); otras 4 en Kioto, con esta ciudad como base de operaciones; 2 aun más al sur, en Hiroshima, desplazándonos todo el tiempo en el Shinkanshen o tren bala por medio de un Japan Rail Pass de 7 días; por último, tres noches entre Fukuoka (la primera y la tercera) y Kumamoto (la segunda), con alojamiento en hoteles por cortesía del señor Nisida, un esperantista muy majete de 82 años al que conocí en Pingtung en septiembre y que decidió obsequiarnos de este modo durante nuestro viaje de luna de miel.

Se trataba de aplicar una de mis costumbres como viajero: no pasar menos de dos noches en cada lugar que se visite. No sé de cuándo data esta manía, pero sí soy consciente de ello desde hace no muchos años, tal vez sólo 4 ó 5. Antes de ayer escribí este “tanka” en un restaurante, cercano al de Jimmy, llamado Jieyunxuan:

“Konata kapkuseno”

Ora regulo
por ghuo de vizito:
tradormi plache
almenau tutajn du
noktojn sur sama lito.

[Taipei, 5.3]

(“Almohada conocida”: Regla de oro / para disfrutar de una visita: / dormir plácidamente / al menos dos / noches completas en la misma cama.)

El “haiku” es una estrofa japonesa de 3 versos de 5, 7 y 5 sílabas, con mención o alusión obligatoria a alguna estación del año, y que goza de larga tradición en la literatura original en esperanto (no sólo de la pluma de escritores japoneses), en la que se acostumbra a rimar el primer verso con el tercero; en cuanto al “tanka”, consta de 5 versos de 5-7-5-7-7 sílabas, de tema libre, de los cuales los escritores en esperanto tienden a rimar el segundo con el quinto. Pues bien, durante este viaje he escrito varios tankas, que me permitiré presentaros en las líneas que siguen.

Días antes de emprender el viaje, mi amigo japonés Yamasaki, miembro de la Academia de Esperanto, se puso en contacto con la pensión taiwanesa reservada por Chen para confirmar la dirección y la fecha de nuestra llegada; la encargada le respondió que allí no esperaban a ningún español, y, acto seguido, llamó a Chen para decirle que anulaban nuestra reserva porque no querían problemas con extranjeros (tal vez se trate de una pensión ilegal o alegal). Faltaban sólo tres días para nuestra partida, nos encontrábamos en el rascacielos Splendor de Kaohsiung, y he aquí que de pronto no teníamos donde alojarnos a nuestra llegada a Tokio. Por suerte nuestros amigos Michel y Teresa nos pusieron en contacto con Etienne, un francés que vive en la capital japonesa y al que también conocí en Pingtung durante mi estancia anterior, de modo que éste nos reservó la primera noche en un hotel bastante lujoso en el supermoderno barrio de Shinjuku, y las tres siguientes en uno algo más barato y más cercano al inexistente centro de la ciudad.

El señor Yamasaki, de 75 años, alarmado por los vaivenes y zozobras de nuestra reserva, y dado que nuestro avión aterrizaba a las 20h40, se ofreció amablemente a venir a buscarnos al aeropuerto de Narita. Y, en efecto, allí estaba esperándonos, lo que, teniendo en cuenta que el aeropuerto se encuentra a 66 km de la capital, equivale a uno de los mayores cumplidos que pueda recibir un extranjero de un tokiota, toquiense o como se diga. Cuando llegamos al hotel eran casi las once de la noche, pero no desistimos y buscamos un bar cercano en el que celebrar nuestra llegada a Japón. Encontramos un garito subterráneo donde una decena de trabajadores con corbata se relajaban y desahogaban gracias al karaoke, mientras nosotros tres, sentados en la barra, consumíamos unas cervezas.

Quizás ahora sea el momento de contar mi ya lejana, por no decir remota, relación con Japón. Pero, primero, otro poema (me temo que, con su estilo sentencioso, no sea más que un vergonzante plagio del Kavafis de “Ítaca”):

“Konsilo por vojaghuntoj”

Ankau por lokon viziti
ekzistas la ghusta tempo:
nek tro malfrue nek maltro.
Sed se chi fojo neniam
alvenos, plendi ne indas.
Laudezire jen vizitu
iamajn lokojn ripete
kaj, kiel la chi-vesperon,
la chi-tieon plenghuu.

[Taipei, 5.3]

(“Consejo para hipotéticos viajeros”: También para visitar un lugar / existe el momento apropiado: / ni demasiado tarde ni demasiado pronto. / Pero si nunca llega esa ocasión / no vale la pena lamentarse. / Vuelve a visitar, según te plazca, / lugares de otros tiempos / y, como del esta tarde, disfruta también del aquí.)

Hace al menos veinte años, el señor Syozi (de nombre Nobuyuki) se encontraba en el aeropuerto de Barcelona en viaje de trabajo en compañia de un par de colegas, cuando a uno de éstos le birlaron arteramente un maletín con el pasaporte y los billetes de avión. Dado que el consulado japonés en Barcelona ni consulaba ni consolaba y que al parecer había huelga de transportes entre las dos capitales de España, se vinieron en taxi hasta Madrid para que los de la embajada le rehicieran a la víctima del hurto todos los documentos. Como ninguno hablaba español y Nobuyuki sí habla esperanto, y puesto que yo, estudiante de bachillerato, aún me encontraba de vacaciones, durante tres o cuatro días hice de guía e intérprete para ellos por Madrid. Nos desplazábamos en taxi y comíamos exclusivamente en restaurantes japoneses (así conocí el tofu, la sopa de miso, los conos o cucuruchos de alga seca rellenos de arroz con marisco etc). Al irse, Nobuyuki, que ahora tiene 62 años, me regaló su libro de conversación de bolsillo en 6 idiomas (entre ellos, japonés y español; publicado en 1983) y un billete de 1000 yenes (ahora serían 1250 pesetas).

Años después conocí también a su mujer, Keiko, que dirige una importante editorial en esperanto, y he vuelto a encontrarme con ellos en diversas ocasiones, creo que por última vez en Montpellier en 1998. Un abanico que me regalaron para mi madre, y que ella nunca llegó a usar, al final lo empleó Chen hasta el final de su vida útil como artefacto refrescante. En fin… En aquellos tiempos intenté matricularme en japonés en la Escuela Oficial de Idiomas, pero, al no haber plazas, lo hice en alemán (por lo que deduzco que nuestro primer encuentro tuvo lugar en 1981, lo que sin embargo no cuadra con lo del libro de frases; hm…) Durante años Nobuyuki le comentaba a Keiko: “Pero, este Camacho, ¿cuándo va a venir a Japón?”, y cuando supo que por fin iría a su país en el 2005, le decía a su mujer: “Demasiado tarde, demasiado tarde…”

No voy a hablar de los templos y santuarios que visitamos, los más importantes y visitados ya que aparecen en todas las guías, empezando por la mía de Lonely Planet. Voy a comentar mis impresiones. En primer lugar, uno llega a Japón cargado de prejuicios, imágenes y opiniones preconcebidas. Gran culpa la tiene el cine occidental sobre Japón, y quizás también los telediarios, que sólo emiten “noticias” que confirmen esa imagen prototípica de los japoneses; me temo que éstos son también responsables de la idea distorsionada y ridícula que de un Japón ultramoderno y sofisticado se tiene en el mundo, y que da lugar a filmes caricaturescos como “Lost in Translation” (del que yo salvaría la historia de amor contenido o frustrado entre los protagonistas, la que no obstante podría haber transcurrido en cualquier hotel, barco o rincón del mundo en el que coincidieran dos paletos yanquis incapaces de aventurarse en el mundo ajeno que los rodea para intentar, si no comprenderlo, al menos sí verlo con sus propios ojos).

Ayer, en el tren de vuelta a Pingtung, empecé a leer “Stupeur et tremblements” (supongo que el título en español es “Estupor y temblores”), interesante novela autobiográfica de la novelista (japo)belga Amélie Nothomb sobre los meses que trabajó en una empresa japonesa. Casi lo he terminado. No puedo opinar sobre la forma de ser o de comportarse de los japoneses, ni sobre si coincide o no con las valoraciones de la autora: lo que he visto es demasiado poco y muy superficial. Recomiendo su lectura a quienes tengan interés por los límites de la bajeza humana en sistemas autoritarios (como lo pueda ser también una empresa rígidamente jerarquizada), aunque, ya puestos, me quedo con “La fea burguesía” de Miguel Espinosa. A lo que íbamos: mi primera impresión en Japón fue de normalidad, de absoluta normalidad. Gente normal hacienda vida normal, cogiendo el metro para ir a trabajar, charlando, comiendo y bebiendo en bares y restaurants. Gente animada. Dice Nothomb que quien no haya conocido a un excéntrico japonés no sabe lo que es un excéntrico; será que lla no ha conocido a un excéntrico finlandés, o esperantista, o intérprete de la UE. Ya sé que no hay gente normal; que cualquier persona, por poco que uno se pare a investigar, tiene sus rarezas (“basta con detenerse a observer un objeto cualquiera para que éste se vuelva interesante”); que en todos los lugares del mundo hay una cierta normalidad cnvencional, en la que el raro es el que viene de fuera. A lo que me refiero es que la “normalidad” de Tokio y de Japón en general me resultaba extraña y sorprendentemente similar a la de Madrid o España, más que a la de Pingtung, por ejemplo.

Claro que hay diferencias. En Tokio casi todo resulta moderno, práctico, funcional, limpio, ordenado, silencioso, como una versión oriental del futuro reciente de la película “Gattaca”: el tráfico, en el que coches, taxis e incluso los camiones parecen no hacer ruido (con independencia de que circulen por el lado contrario, en lo que apenas reparé); los alimentos, envueltos primorosamente en plástico transparente; las máquinas expendedoras de cualquier cosa, y que incluso sirven para pagar de antemano la comida elegida en un restaurante o casa de comidas; los servicios de los hotels y de algún domicilio, con esa taza automatizada que incluye botones para transformarla en bidé o para activar un chorrito de agua limpiadora sin levantar el hermoso culo del asiento con forma de donut. Naturalmente esto cambia al desplazarse hacia el sur del país: cuanto más nos acercamos a Taiwán, menos orden y limpieza absolutos; incluso en el mismo Tokio, basta con adentrarse por aguna calleja del barrio de Asakusa, más allá del templo objeto de las devociones de los turistas, para descubrir esa otra ciudad más vivaracha e imperfecta. Y uno verá que no hay nada más parecido a un bar de Madrid que una taberna o izaka-ya japonesa en la que los parroquianos beben sake y tapean raciones de berberechos sentados a la barra mientras charlan con el camarero o cocinero o con el individuo que se encuentra a su izquierda o a su derecha (algo que no se ve en Taiwán, por ejemplo).

De hecho, ahora, en invierno (aunque con temperaturas más altas que las de la ola de frío peninsular), barrios enteros de Tokio y algunas zonas de Kioto, Fukuoka y Kumamoto me recordaban especialmente a la Finlandia otoñal más que a ningún otro lugar en el mundo. Por otra parte, algo característico de la capital y que no vimos en otras ciudades es el estilo sobrio y elegante en el vestir, sin colores llamativos o estridentes: en la calle y el metro, hombres en traje de chaqueta y mujeres con vestidos y abrigos blancos, negros, azul marino o de alguno de los no-colores de la gama del marrón o del gris; estilo en verdad uniforme que nos hacía agradecer la visión de cualquier nota de color.

En cuanto al idioma, por suerte infinidad de letreros están escritos también en inglés, y uno encuentra bastante gente que habla este idioma en estaciones, hoteles y similares, por lo que no hay que preocuparse demasiado. Por otra parte, Chen (y, en menor medida, yo también) podía leer los ideogramas chinos con los que se escribe el japonés (utilizan además dos silabarios, katakana y hiragana, que no existen en chino). Por ejemplo, los servicios en Japón y en Taiwán indican el de caballeros con una palabra, escrita exactamente igual, que los chinos y taiwaneses leen “nan” pero los japoneses leen “ottoka”; algo así como hacemos nosotros al leer como “caballeros” el consabido circulito con la flecha indicando las 2 en punto, que en inglés se lee “men” y en finés “miehet”. Claro que no llegaré al extremo de recomendaros que aprendáis chino antes de ir a Japón, entre otras cosas porque, al contrario que en chino donde cada ideograma tiene una única lectura y pronunciación, en japonés tienen al menos dos, la autóctona (p. ej. “ottoka”) y la de origen chino (chino “nan” > japonés “dan”), cada una de las cuales se utiliza en diferentes casos y tipos de palabras simples o compuestas. En chino, “oriente” se dice siempre “tong” (aunque haya diversas formas de transcribirlo: es el –tung de Pingtung), mientras que en japonés puede ser “to” (como en To Kyo, capital de oriente o levante) o “higashi”.

Y todavía no hemos pasado del primer día, pero todo se andará. Aquí lo dejo de momento.

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