5.2.05

la dichosa almeja

Escribo desde el instituto en el que trabaja Chen. Aunque es sábado y está de vacaciones, tiene una reunión con el nuevo director. La gente, que ya me conoce (se trata tanto de profesores colegas de Chen como de sus alumnos), nos saluda cuando nos ve diciendo "konsi-konsi"; puede significar tanto "enhorabuena" (por la boda) como "felicidad" (por el Año del Gallo que comienza el miércoles día 9) o las dos cosas a la vez.

El ambiente cada vez es más parecido al de los días anteriores a nuestra Nochevieja: orgía de compras, consumo y regalos; decoración en colores rojo y dorado por todas partes; villancicos en chino que se repiten sin cesar; plaga de gallos. La gran diferencia son las temperaturas en torno a los 20 grados o incluso superiores: yo voy casi todo el tiempo en camisa de manga corta o camiseta.

Anoche asistimos a un concierto de la orquesta del instituto de Chen (esto parece Finlandia). Tocaban música de películas, que, como dice mi amigo Santi, es la única música "clásica" contemporánea que llega a todos los públicos, lo que no ocurre con compositores más experimentales o esotéricos.

Hace días fuimos a la casa de un amigo de Kiki muy majete e interesante. Me hizo un pequeño regalo, que sin embargo tiene un enorme valor para mí, como un imán en torno al cual se va formando un torbellino de ideas. Se trata del fósil de una almeja de tamaño mediano, de unos 5 ó 6 centímetros de largo por lo menos (bueno, de una almeja o de otro molusco bivalvo, el bicho no viene con etiqueta), ovalado pero con una envidiable simetríia, de color entre blanco y grisáceo con estríias más oscuras. Naturalmente ya no es una almeja, sino una piedra (preciosa, por cierto), pero el hecho de que sigan existiendo congéneres suyos vivitos y concheando en todos los mares del mundo lo hace mucho más próximo a mí desde un punto de vista afectivo que un hipotético diente de dinosaurio o la taba de un mamut.

Una amiga me preguntaba ayer por qué dibujo gambas. Bueno, no sólo me gusta comer marisco; de la gamba y el camarón me gustan hasta los andares; tiene una forma perfecta, muy estilizada (como las avispas) y, además, como les ocurre a las almejas, un español o un taiwanés ha crecido viendo las gambas en el mercado, en la cocina, en la mesa. No peladitas con salsa rosa como el consumidor medio norteamericano de mi mente prejuiciosa, sino con patas y cabeza, a la plancha o al ajillo. Por si fuera poco, y como ocurre con el vocabulario de origen taurino, también tenemos expresiones relacionadas con las profundidades y suculencias marinas: "ponerse rojo como un langostino" entre otras.

Retomo el mensaje después de volver de Kaohsiung, la ciudad del millón de motos (el mote es mío). Creo que no podría vivir en esa ciudad, con tanto ruido y humo. Todo lo contrario de mi rincón favorito en Pingtung, el templo de la familia Hsiao dedicado al culto a los ancestros y que data de 1880, muy cercano a mi casa. Pensaba el otro día que de todos los cultos habidos y por haber, el único que vale la pena es el que recuerda a nuestros antepasados y nos recuerda de quiénes venimos. Yo, que llevo en mi agenda de bolsillo fotografías de carnet de mis padres, que normalmente reveo en fechas señaladas como sus cumpleaños o los aniversarios de sus fallecimientos, ahora de vez en cuando también las miro cuando me adentro en ese espacio recogido y silencioso, en lugar de quedarme bajo el árbol que se encuentra a varios metros leyendo o pintando.

En cierto sentido, la almeja de este mensaje es un templo en miniatura. Cuando la tengo en la mano y la acaricio, como se hace con una canica o una bola de relajación, es como si pudiera tocar o acariciar el tiempo. Tengo en casa en Madrid un trozo de ámbar del Báltico con uno o dos mosquitos atrapados para posteridad en su interior, y lo guardo en una cajita de metal que reposa encima de la televisión. La almeja, por el contrario, en seguida ha encontrado su sitio natural sobre la mesilla de noche, como si quisiera susurrarme algo al óido durante el sueño. Me pregunto cuáles serían los últimos espasmos neuronales en el sencillo sistema nervioso de la almeja segundos antes de morir y de que su concha se transformara en el inmejorable sarcófago de piedra en el
que ha perdurado, transustanciada, hasta nuestros días. ¿Estaría soñando, con una sonrisa en los labios, como dicen que les ocurre a quienes mueren por congelación?

Supongo que de cada uno de nosotros hay millares y millares de documentos en diferentes archivos y registros, desde el hospital en el que nos alumbraron pasando por la partida de nacimiento, las calificaciones escolares, los pagos y transacciones efectuados, los otros tantos innumerables originales y fotocopias. No sé cuántos quilos pesará todo ese papel ni cuántos metros cúbicos ocupará, pero contando con la destrucción programada de documentos cada cierto número de años y la degradación química inexorable del papel de mala calidad en el que se ha escrito o impreso este protocolo burocrático de nuestro paso por el mundo, me imagino que dentro de 150.000 años muy pocos de nosotros habrán alcanzado un ápice de la inmortalidad de esta bienaventurada almeja.

Para terminar, miscelánea surrealista:

El periódico de ayer informa de que, en Taiwán, en uno de cada cinco matrimonios uno de los cónyuges es extranjero (17% mujeres + 2,3% hombres = casi 20%). En el de hoy leo que en un parque de Pingtung han erigido una estatua de madera (maciza, supongo) con forma de pene, de 8,5 metros de alto y más de 10 toneladas de peso.

No hay comentarios: