Uno de los muchos consejos que agradezco a Charo, mi compañera de vida, es el que me dio hace algo así como doce o trece años, cuando me dijo: “Vas muy poco a San Sebastián a ver a tu madre. Te pasas el día hablando de lo mucho que la quieres, pero la telefoneas poco y la visitas menos. Es ya mayor. En unos años se irá y lamentarás no haber estado más cerca de ella y haberle demostrado más tu cariño”.
Le hice caso. Empecé a viajar más a Donosti, a veces con Charo, que hizo muy buenas migas con Maritxu. Charlábamos mucho, nos reíamos, nos contaba historias...
Cogimos la costumbre fija de ir a visitarla por estas fechas, porque tal día que hoy era su cumpleaños. Nos íbamos a comer fuera, a veces a alguno de los restaurantes ésos de la llamada nueva cocina vasca, en los que se divertía mucho porque veía a gente famosa y luego podía contárselo a sus amigas. Tampoco le faltaba por Nochebuena, porque sabía del valor sentimental que ella concedía a la fecha, que yo no llevaba nada bien, porque se volvía obligatorio rememorar a mi padre (al que tuve siempre un aprecio limitado, por así decirlo).
Bueno, como habréis deducido fácilmente por lo anterior, mi madre –madre y maestra– murió hace unos años. Pero yo me quedé con la agradecida satisfacción de haberle demostrado en el tramo final de su vida que la quería de verdad y que podía contar conmigo. Incluso (por iniciativa de Charo, una vez más) le pedí que se viniera a vivir con nosotros, oferta que rechazó, pero que agradeció con los ojos brillantes y un beso que me valió un Potosí.
Os cuento esto, en primer lugar, porque me es imposible mirar el calendario y no pensar en ella. Y en segundo lugar, para daros el mismo consejo que Charo me dio a mí y que yo tanto agradezco ahora: no perdáis la ocasión de demostrar a vuestros seres queridos que lo son, que los queréis, mientras estén todavía en condiciones de disfrutar de vuestro cariño y de saber que les agradecéis todo lo bueno que os han dado.