Aunque pueda parecer lo contrario, Japón me ha gustado, incluso más de lo previsto. Es un país en el que viajar resulta cómodo y fácil, y no necesariamente tan exageradamente caro como uno se imagina.
De todas las noches pasadas en Japón, las cuatro primeras y las tres últimas nos alojamos en hoteles como los que conocemos en Europa. Las cuatro noches de Kioto, en un ryokan u hotel tradicional japonés, con paneles corredizos de papel translúcido y futones sobre los tatamis que cubren el suelo de madera; ahora bien, se trataba de un ryokan moderno y funcional, con baño y aire acondicionado y sin la disciplina estricta de horarios que caracteriza a los ryokan de toda la vida (es decir, algo parecido a lo que ocurre en España con las casas rurales, que no necesariamente han de parecerse a un cortijo andaluz de finales del XIX); tampoco tenía tokonoma, ese pequeño rincón reservado para algún motivo religioso o caligráfico-poético, del que habla Tanizaki en su interesantísima obrita sobre la estética nipona “Elogio de la sombra” (editorial Siruela), escrita en los años 20 ó 30. Solamente en Hiroshima (nombre que significa “isla ancha” y que los chinos escriben igual pero leen “Guangtao”) pasamos dos noches en casa de unos esperantistas. Yo no los conocía y no era nuestra intención, pero nos los recomendaron varios amigos, entre ellos Nobuyuki y Reza (el iraní que vive en Pingtung). Fueron generosos con nosotros, nos llevaron al conocidísimo y archifotografiado santuario de Itsukushima (con esa puerta roja que asoma en la superficie del mar frente a la costa; si dispusiéramos de un turismómetro podríamos compararlo con el Patio de los Leones de la Alhambra), donde, por cierto, coincidimos con una boda en la que los novios iban ataviados con vestidos tradicionales, como en una peli de samurais (entre los invitados se encontraba un joven indonesio con su pareja, una finlandesa con la que practiqué un poquito de finés); también fuimos con ellos a unos baños de agua caliente al aire libre, mientras nevaba, en la aldea de Midori en las montañas al norte de Hiroshima; el problema es que el anfitrión, que almacena alimentos y cocina compulsivamente (por un trauma derivado de las hambrunas de posguerra, según cuenta en un artículo autobiográfico que leí por esas fechas) y que trasiega alcohol como si fuera agua de manantial, no era muy propenso a consultar a sus huéspedes, con lo que la visita, aunque interesante, también se nos hizo un poco pesada a ratos. Como sólo duró día y medio y como al final uno acaba aplicando la amnesia selectiva de las madres después de los dolores del parto, nos quedamos con haber conocido un hogar japonés desde dentro. Claro que en el futuro prometo y juro ante Zeus y Lao Tse no alojarme en casa de nadie que no conozca de primera mano, por si acaso. Cuento todo esto porque en el resto del viaje sí quedamos de vez en cuando con otros esperantistas, pero sin abusar, y se portaron estupendamente con nosotros. Yo les decía de broma a ellos y a Chen que el esperanto es como el wasabi (ese condimento japonés de rábano verde superpicante), y que por tanto sería mejor no mezclarlo demasiado con la miel de nuestro viaje por si los sabores no combinaban a la perfección.
Con Keiko, Nobuyuki y otro amigo fuimos a cenar a una barra de sushi y sahimi en la que no había que pedir: el jefe iba preparando todo tipo de exquisiteces, entre ellas fugu o pez globo (que se hincha para asustar a sus depredadores y cuyo hígado venenoso puede ser mortal) o carne de ballena (intentando adivinar lo más selecto, yo adiviné que era de ballena, para sorpresa de Nobuyuki, si bien añadí que se trataba de “oreja de ballena” para asegurar no pasarme de listo; el jefe nos dijo que era carne roja, es decir, no de casquería); así hasta que ya no tuviéramos más ganas de comer. Antes habíamos probado, en otro bar, sakes exquisitos, sin filtrar. Aquí, sentados en la barra, recordé los vasitos para licor de sorgo (kaoliang) que te ponen en algunos restaurantes chinos de Madrid con la imagen desenfocada de una chica ligera de ropa en el fondo, imagen que se vuelve nítida al rellenar el vaso con licor, el cual actúa como lente. Le pregunté a Nobuyuki si podría ver una mujer desnuda en el fondo del vaso de sake y me respondió: “Todavía no” (lo que, curiosamente, en japonés se dice “Ma dadayo”, como el título de la imprescindible película de Akira Kurosawa). Para que luego digan que los japoneses no tienen sentido del humor…
Chen, gracias a su buen español, pillaba bastante esperanto, y luego se las apañaba entre mis traducciones boca-oreja o directamente en inglés, más las ocho o nueve palabras comodín que aprendió en esperanto durante el viaje: hola, chao, sí, nó, bueno, muy bueno, bonito, gracias, basta… También recurría de vez en cuando a escribir caracteres chinos, que los japoneses comparten, sobre el papel o en el aire, con el maravilloso gesto cuasipictórico de una secuencia de trazos. Recuerdo una situación de ese tipo con varios amigos en un restaurante nepalí, en el que por cierto también comía con nosotros una japonesa que también hablaba español. Todo muy babélico y pantagruélico..
Con Nobuyuki he aprendido que el mejor sake se bebe frío, y que con el sake caliente te pueden dar gato por liebre; que el sushi se puede y ha de comer con los dedos, como si fuera una croqueta de la abuela, en lugar de hacer prestidigitación con los palillos; y que, si uno quiere untarle wasabi al sushi, que ya lleva, o al sashimi, se le pone directamente con los palillos, porque resulta de mal gusto ensuciar la salsa de soja con la especia o condimento verde que pica que no veas.
Esta cena de la que hablaba, la del pez globo y la ballena, tuvo lugar después de una excursión a la cercana ciudad de Nara (donde se encuentra un templo que es la mayor estructura de madera del mundo y en la que ciervos capitalistas limosnean galletas a los grupos de visitantes) en un día de bastante, mucha lluvia. Llegado este momento, condensé nuestro plan de viaje en otro tanka:
"Japana mielvojagho"
Toki', Kioto
kaj, pluvan tagon, Nara.
Tuj Hiroshimo,
Fukuok', Kumamoto
kaj fine "sajonara!"
[Nara, 24.2]
(“Viaje de luna de miel en Japón”: Tokio, Kioto / y, un día de lluvia, Nara. / Después Hiroshima, / Fukuoka, Kumamoto / y, por último, “¡sayonara!”)
El haiku y, sobre todo, el tanka (de los que hay unos cuantos en mis libros de poemas) me recuerdan en su estructura a la copla, al blues y, en su vertiente absurda y jocosa, al limerick de Gales. Pues bien, continuemos: después de cenar fuimos a otro bar donde bebimos vino tinto. Fue un grave error, tras el sake y la cerveza consumidos con la cena. Como español, ex alumno de bachillerato y exuniversitario, debería haberme negado, pero el ambiente era tan agradable y nuestros amigos tan convincentes… que a la mañana siguiente me desperté con un dolor de cabeza de mil demonios, con lo que la excursión a Kamakura se vio substituida por reposo obligado hasta mediodía (cura en cama) y un paseo más tranquilo por el centro de Tokio (el Palacio Imperial y la eifelesca torre de la ciudad) por la tarde:
“Postebrio”
Se vi kundrinkos
bieron kaj sakeon
kaj rughan vinon
ne miru ke vi startis
enkape lavmashinon.
[Taipei, 5.3]
(“Resaca”: Si al beber mezclas / cerveza y sake / y vino tinto / no te sorprenda el haber encendido / una lavadora en la cabeza.)
Así que Kamakura queda para el verano del 2007, porque con los primeros sakes le prometí a Keiko que volveríamos a Japón al congreso mundial de Esperanto en Yokohama dentro de dos años y medio. Era inevitable, tratándose de la primera visita: tarde o temprano habría que hacer la segunda. Ah, Yokohama, uno de los posibles objetivos de las primeras bombas atómicas, finalmente descartado o pospuesto por los estadounidenses para desgracia de hiroshimeños y nagasakianos.
Hay un dicho japonés relativo a la amistad y que al parecer tiene que ver con la ceremonia del té. Dice más o menos, con dos (o cuatro) palabras y una bella ellipsis, que dos personas se conocen o encuentran por primera vez una única vez. Aquí va mi tanka dedicado a Nobuyuki y Keiko, y a todos mis amigas y amigos estéis donde estéis:
"Ichigo ichie"
Renkonti iun
iun unikan fojon
kaj, poste, ghisi
kaj dis - au kamarade
ekiri saman vojon...
[Nara, 24.2]
(“Ichigo ichie”: Encontrar a alguien / una única vez / y, después, despedirse / y diverger – o, como camaradas, / emprender juntos el mismo camino…)
Como veis, al contrario que en “Saturno”, estos poemas primero los he escrito en esperanto con su rima de rigor y luego los he traducido a román paladino. Creo que no quedan mal del todo en castellano, supongo que gracias a mi aventura bilingüe de los últimos años.
Tokio, y Japón, están llenos de dulcerías y pastelerías. Son golosos los japoneses, sí señor. Otra cosa que sorprende es la incomprensible (a)numeración de las calles: ni ellos mismos se aclaran a la hora de buscar una dirección.
Antes de que se me olvide, recordemos el Windsor. Acaba de escribirme una de mis hermanas que, al acabar su construcción, a mi padre le ofrecieron el mantenimiento del edificio, pero prefirió quedarse en la empresa constructora Agromán. El Windsor, todo hay que decirlo, no sería noticia a estas alturas si no hubiera ardido tan hermosamente (mientras el templo de Nara aguanta siglos y más siglos); en el mundo hay cientos de rascacielos más altos e interesantes, empezando por el mayor de todos, la Torre 101 (por su número de pisos) en Taipei, que por su silueta recuerda a un tallo de bambú. Ahora bien, el Windsor, al consumirse como leño de una pira u hoguera de San Juan, ha entrado en las pantallas de televisión de todo el mundo. Durante nuestro viaje, tanto en Japón como en Taipei, si preguntaba a alguien por el incendio, todo el mundo lo había visto, lo que me permitía hablar de mi padre y de nuestra relación con ese edificio, motivo de nuestra mudanza a Madrid. Quizás acabe dedicándole un poema en el futuro.
Claro que, como adiviné durante la visita al templo o santuario de Asakusa (ya no recuerdo: lo primero se refiere a uno budista, con leones de piedra que guardan la entrada; lo segundo, a uno shintoísta, con esas puertas rojas que preceden y anuncian el santuario de esa religión sin dios que sólo existe en Japón) y al pequeño parque y cementerio adyacente, la única eternidad que cuenta es la de las piedras, como la de la estatua que recuerda a cierta señora benefactora de niños y desvalidos del vecindario que vivió en ese barrio hace un par de siglos (creo recordar que se llamaba Iwako). Nuestra máxima, aunque insuficiente, aproximación a la inmortalidad y a la eternidad consiste en amontonar piedra sobre piedra para erigir mastabas y pirámides o, mejor aún, tallar la piedra o arañar su superficie para crear de ese modo estatuas, esculturas o inscripciones que nos sobrevivan. La eternidad de los epitafios y las lápidas. Debería dejar de teclear gilipolleces en el ciberespacio y comprarme un buril para escribir, inscribir una o dos frases o poemas en la roca, en la piedra. Lo demás son palabras o ideogramas en el papel o, mejor aun, en el aire.
El día 21, pasando por delante del monte Fuji (al que no vimos desde el tren porque el horizonte lo ocultaban las nubes), nos fuimos a Kioto, otra ciudad que se salvó de milagro del fuego salvífico nuclear de los EE.UU., ya que también se encontraba en la primera lista de blancos para el gran experimento de las ciencias naturales del siglo XX. Kioto es la ciudad que todo turista debe visitar en Japón, con infinidad de santuarios y templos. Gracias a que los bombarderos USA la dejaron tranquila una temporada para que los bombardeos convencionales no enturbiaran el análisis de los efectos de una probable explosión atómica, hoy en día se puede disfrutar en Kioto no sólo de museos y monumentos sino también de barrios enteros con casas de madera, entre ellas la que iba a ser nuestro ryokan. Hermosa ciudad, no tan perfecta y aséptica como Tokio (salvo el horroroso zurullo de cristal y acero de la estación central de ferrocarril), sino más viva, real y cotidiana, sea lo que sea lo que esto signifique.
En Kioto teníamos como contacto a Tetsu, un tipo muy simpático que conocimos una tarde en casa de Kiki en Pingtung porque había venido a visitar a una vecina japonesa de ella, y con el que nos comunicábamos en inglés. Quedamos con él en un par de ocasiones; aparte de visitar un templo apacible en la montaña en el mejor momento del día, cercana ya la hora del cierre, también nos introdujo en bares y tabernas recónditas de la ciudad, con ambientes y manjares y néctares exquisitos, de cuyos jefes o encargados era amigo o cliente desde hacía una veintena de años, y con los que no habríamos podido dar nosotros mismos ni por casualidad ni hartos de sake.
Hablaba antes de la disciplina horaria de los ryokans tradicionales. En general en Japón tanto en hoteles como ryokans tienes que dejar la habitación libre el día de salida antes de las 10h, pero no puedes entrar en ella el día de llegada antes de las 15h o las 16h; si te sales de estos horarios y apareces sin avisar, parece que se ponen algo nerviosos. En este viaje nos hemos quedado sin dormir en una pensión familiar o en un templo (dicen que es posible) así como, por decisión propia y previa, en uno de esos hoteles-cápsula (no mixtos, por cierto, ni “aptos para claustrofóbicos”), cuyas habitaciones o nichos tienen, como dice igualmente mi guía, “las dimensiones de un ataúd espacioso”: a tanto no llega nuestra curiosidad viajera. Al final tampoco fuimos a uno de esos “love hotels” donde las parejas japonesas coyundan discretamente en habitaciones con decorados selváticos o grecorromanos de fantasía; tienen horarios y precios extravagantes y, la verdad, tampoco nos hacía falta: si nos faltaba exotismo en nuestra habitación del ryokan, bastaba con ponernos los yukatas, esa especie de batas o albornoces azules y blancos similares a lo que en España llamamos “kimono” y que se utilizan antes de dormir y después del baño caliente.
En Kioto visitamos el jardín zen de un templo budista. En un jardín seco, sin agua ni casi vegetación alguna, con 15 piedras colocadas a conciencia en un amplio rectángulo cubierto de grava o arena peinada y trillada con meticulosidad, que sugieren un paisaje o ideal o evocan una parte de la costa del sur del Japón o, lo cual no excluye a lo anterior, invitan a la contemplación o a la meditación. Paisaje que cambia a lo largo del año, con las estaciones, y del día, con las luces y sombras proyectadas sobre él por el sol que se oculta entre pinos y nubes. Una vez más, nuestra propia presencia multitudinaria estorbaba su disfrute: paradojas del turismo-zen.
Tetsu también nos llevó a una güisquería en la que degusté dos espléndidos güisquis japoneses de una malta, uno de ellos de la isla norteña de Hokkaido, con un sabor ligeramente ahumado que me recordaba las saunas finlandesas. Ah, gran bar y magnífico barman, testigo del parto in situ del siguiente tanka:
"En la viskiejo Annie Hall"
Chu do ni tenas
futuron en la mano?
Sendube, frato,
se ni kun glas' viskia
tostas je nia sano!
[Kioto, 24.2]
(“En la güisquería Annie Hall”: ¿Tenemos pues / el futuro en la mano? / Sin duda, hermano, / cuando, con un vaso de güisqui, / brindamos a nuestra salud!)
Mi pequeño homenaje a Omar Jayyam, el mejor poeta y filósofo de todos los tiempos (buscad la edición bilingüe en Hiperión).
Prometo que volveré.