Mi hermana Beatriz, que desde muy joven había deseado visitar Egipto, nos convenció a Chen y a mí para viajar a ese país en compañía de ella y de mi cuñado Llorenç así como de una pareja de amigos, Maria y Matias. Al igual que Japón, adonde viajé por vez primera en 2005, Egipto era para mí un viaje pendiente, no sólo por la fascinación que en otro tiempo sentía por la cultura del Egipto antiguo (el de los faraones y las pirámides), fascinación compartida por tantísimas personas fuera del mundo araboislámico y que, en lo que a mí respecta, se ha mantenido latente hasta la actualidad, sino también por el deseo de conocer el otro Egipto, el actual, de más de 80 millones de habitantes, 20 de los cuales habitan su idiosincrásicamente caótica capital. En contra de mi habitual modo de viajar, en esta ocasión contratamos el paquete de una agencia, con vuelo directo de Madrid a Luxor, crucero de 4 días por el Nilo hacia el sur (es decir, contracorriente) visitando diversos templos, vuelo de Asuán a El Cairo, y tres días en esta ciudad para terminar una semana de excursiones, aglomeraciones, madrugones y sorpresas, intensa.
Chen, en la cubierta del barco.
Ante el templo de Edfu.
Los barcos que atracan frente al templo de Kom Ombo (si el barco es de los últimos en llegar a puerto, para salir a tierra firme uno tiene que cruzar todos los que hayan atracado antes).
Jeroglíficos para todos los gustos.
Ante uno de los dos templos de Abu Simbel, adonde hicimos una excursión en autocar desde Asuán que nos obligó a madrugar rozando los límites de la tortura, si bien he de reconocer que guardo un buen recuerdo del trayecto a través del desierto.
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