Retomo la última imagen de la entrada sobre avispas para contaros de dónde, o más bien de cuándo procede mi avispofilia (no confundir con arzobispofobia, ingenioso título de un divertido CD de Mamá Ladilla).
Hará unos 30 años, cuando vivía en la calle Chantada del barrio del Pilar, recién llegado a Madrid, a un amigo nuestro algo mayorcete llamado Raúl (q.e.p.d.) le picó una avispa en la muñeca al principio del verano. Para vengarlo, la pandilla de chavales nos pusimos a matar avispas en la calle, en los charcos y jardines así como en los solares de detrás del edificio. Debíamos de matar cada uno de los diez o doce chavales otras tantas avispas al día, primero con palos y luego con la mano (esto último sólo uno o dos amigos y yo, si no recuerdo mal). Un día vi una avispa en la hierba, le di un golpe rápido con la palma de la mano y, al ver que había fallado y que todavía se movía, dirigí la mano de nuevo contra ella; entre tanto la avispa tuvo tiempo de revolverse de modo que consiguió clavarme el aguijón en el dedo corazón de la mano derecha. Supongo que acertó en alguna venilla o capilar, porque desde entonces sigo teniendo la marca de la hinchazón en ese dedo. El caso es que la muy cabrona se ganó mi respeto. A partir de entonces mi amigo Alberto y yo golpeábamos a las avispas con suavidad sólo para aturdirlas y poder cogerlas de las alas con los dedos, de forma que su aguijón no pudiera tocarnos más que las uñas. Luego las introducíamos en cajas de cartón con ventanucos, portezuelas etc de vidrio o de plástico transparente, y supongo que las alimentábamos o que nos entreteníamos de algún modo con ellas...
Y aquí tenemos la foto completa de la que extraje el detalle del dedo, con Lea a la izquierda.
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