John Brown"Una flotilla contra el racismo"
Que Israel es un Estado racista es algo que no debiera suscitar ninguna duda a poco que se atienda a lo que racismo significa. Suele sostenerse, en efecto, en coincidencia con los propios racistas, que el racismo consiste en considerar que existen razas humanas superiores y otras inferiores. Se afirma incluso, con algo más de acierto, que racismo es afirmar la existencia de razas. Frente al primer tipo de racismo, la conciencia humanitaria democrática más ingenua se rebela afirmando que todas las razas son iguales. Frente al segundo, una forma de conciencia democrática con cierto baño de ciencia sostiene que las razas no existen. El problema de estas respuestas es que eluden el núcleo mismo del racismo: la primera, porque acepta la problemática manifiesta del racismo y su discurso entre biológico y cultural sobre las razas; la segunda, porque, aun teniendo científicamente razón en la negación de la existencia de las razas humanas, no es capaz de dar cuenta del fundamento en que se basa la práctica efectiva de los racistas. Y es que el terreno mismo de la raza como espacio discursivo es una mera forma sintomática del racismo que por sí misma no nos permite acceder a lo que éste es en tanto que práctica real. Esto no significa que el racismo biológico no tenga importancia, particularmente en el racismo colonial israelí, pues una experta percepción biológica de los rasgos físicos de los individuos es lo que ha permitido, por tomar un ejemplo reciente y sangriento, a la armada israelí disparar sólo a los pasajeros y tripulantes más "morenos" del Mavi Marmara evitando matar europeos. Como sabemos, sin embargo, el ejército israelí no ha dudado tampoco en asesinar a personas de origen europeo e incluso a judíos cuando estos se interpusieron entre sus armas y excavadoras y la población palestina. La práctica israelí del racismo no se limita al racismo "biológico".
El Estado israelí es racista, no -o no sólo- porque haya decretado la inferioridad racial y cultural de la población palestina, sino porque mucho antes había decretado que esta no existe. Los fundadores del sionismo habían definido a Palestina como "una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra"; como el vacío geográfico y demográfico en que podría realizarse una utopía. En este contexto Theodor Herzl publicará su relato Altneuland, en que describe, ignorando prácticamente toda vida árabe en Palestina el viejo nuevo mundo de un Israel redivivo tras su desaparición en la antigüedad. Como siempre ocurre con las utopías, la de Herzl necesitaba una tierra virgen o, mejor aún, un lugar que no es un lugar, un lugar que no existe realmente pues reponde a imperativos contradictorios: que sea Paletina, pero no la Palestina real poblada mayoritariamente por árabes. La tierra que buscaba Herzl no existía en el mundo real y mucho menos podía corresponder a la Palestina histórica donde desde siglos se había venido desarrollando uno de los polos más importantes de la civilización árabe. Palestina era una tierra cuyos campos y ciudades distaban de estar despoblados. Los sionistas decidieron con todo ignorar la realidad; primero con el apoyo del Barón Rotschild quien financió importantes implantaciones judías en Palestina y posteriormente mediante la imprescindible ayuda de la potencia tutelar británica que reconoció el derecho de los judíos a tener un "hogar nacional" en Palestina mediante la declaración Balfour. Todo ello burlando el derecho internacional en nombre del carácter "semicivilizado" del pueblo árabe. La deportación masiva de judíos alemanes a Palestina negociada por los sionistas con el mismísimo Eichmann fue otra etapa importante e ignorada de la ocupación de Palestina. La proclamación unilateral del Estado de Israel y de su independencia en 1948 unida a la expulsión de centenares de miles de palestinos árabes marcó, sin embargo, un salto cualitativo: desde entonces el Estado de Israel, Estado sin constitución y sin fronteras definidas no ha hecho más que realizar su promesa fundacional, hacer verdad la mentira en que se basa. Desde 1948 la colonización de tierras palestinas ha proseguido sin interrupción hasta hoy a través de las guerras y del cínico e infinito "proceso de paz". El resultado es la transformación de la tierra árabe palestina en un archipiélago de "bantustanes" perfectamente comparable a la Sudáfrica del apartheid. La gran diferencia con la Sudáfrica del apartheid es, sin embargo, que a Israel no le basta con explotar a los palestinos: su objetivo es que la existencia de estos se identifique progresivamente con el vacío auspiciado por los primeros sionistas.
Para ello, el método privilegiado por Hitler para convertir a Polonia en "una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra" (en este caso el alemán) no se lo pueden permitir quienes dicen representar a las víctimas del Holocausto. Es necesario por consiguiente, sin llegar a la solución final hitleriana, recurrir a dos de los recursos que el nacionalsocialismo había utilizado con éxito: el gueto y el campo de concentración. Estas instituciones de encierro y de degradación cumplen en la práctica sionista, como en la práctica general del racismo, un papel fundamental: el de servir de matriz a la producción de la "raza" como "raza inferior" y degenerada. Nada mejor que concentrar en un recinto cerrado a un grupo de personas en situación de extrema indefensión y miseria para que aparezcan como una raza inferior, sucia, inculta, enferma, fanática. No de otro modo veían los nazis del Gobierno General de Polonia a los judíos del gueto de Varsovia. "Sólo es una rata" dijo Frank, el procónsul nazi de Polonia, a Curzio Malaparte cuando este vio cómo disparaban los soldados de su escolta a un niño judío miserable que había salido del gueto por una agujero abierto debajo del muro. Otros vieron cómo en Hebrón balas del ejército israelí abatían a tiros a un niño palestino por el espantoso crimen de llevar a casa un melón comprado en una tienda. Probablemente pasara por la cabeza del valiente soldado israelí la misma reflexión de Frank en Varsovia. Mediante estos dispositivos de encierro el racismo biológico verifica sus propios diagnósticos y hace del pueblo declarado inferior una forma de vida débil y enferma que constituye un peligro de infección y de contagio para la vida sana del pueblo elegido.
Como sostiene Foucault, no son las profecías autorrealizadas del racismo científico ni los dispositivos puestos a su servicio lo esencial en el racismo. El racismo es un acto brutal de soberanía, un acto de soberanía en un contexto de poder biopolítico donde parece que la soberanía ha desaparecido en favor del fomento de la vida y de la riqueza y el poder se nos muestra como mero gestor del derecho a la vida. Racismo es el regreso del poder soberano como derecho a matar en el contexto de la legitimación biopolítica del poder. El soberano mata así en nombre de la vida, de la protección de la vida. La brutalidad racista del Estado de Israel se basa en la afirmación unilateral de que todo debe ser posible para proteger a los descendientes de las víctimas del Holocausto. El discurso racista no es así fundamentalmente un discurso de la raza, sino de la vida y de su protección. La vida de unos se convierte en valor absoluto y único y permite deshacerse de cualquier escrúpulo a la hora de liquidar la de otros. El poder soberano carece así de límites y puede matar sin tasa sin necesidad de declarar la guerra ni de respetar sus leyes. Basta declarar que la población palestina, por el hecho de permanecer en ese país que debía estar vacío es una amenaza para la existencia de los judíos en Palestina, que los palestinos son intrínsecamente fanáticos, terroristas incapaces de negociar lo único que realmente les propone Israel y que la "comunidad internacional" está dispuesta a aceptar: su desaparición. Por extensión, terroristas somos también todos los que nos negamos a que el horror del gueto de Varsovia se reproduzca día tras día en suelo palestino. Terroristas son asimismo los nobles y valientes tripulantes y pasajeros de la bien llamada "flotilla de la libertad". Están previstas nuevas oleadas de barcos de la libertad hacia Gaza, barcos que vienen de occidente, pero que por una vez no son los de los cruzados y otros ocupantes, sino los de personas que aceptan el enorme riesgo y el insigne honor de convertirse en "terroristas" para los israelíes, y en "shuhadá'" (mártires) para los palestinos. Sólo mediante este tipo de acciones y de campañas, que apoyan la resistencia de los palestinos y reafirman la vida árabe en Palestina, su fuerza y su legitimidad podremos acabar con la pesadilla que representa el ensueño de Herzl y devolver Altneuland a la literatura fantástica.
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